En un ensayo que, a medida que avanza, va cobrando el aspecto de un monumental cuaderno de agravios, Nerín retrata la fastuosa patraña en que han devenido las organizaciones no gubernamentales, empezando, claro está, por ese adjetivo, gubernamental, que no es sino la expresión más obscena del imperio de los solidarios.
En un pestañeo de 250 páginas, asistimos a una desmitificación comparable a la que esculpió Josep María Espinàs (editor, por cierto, de la obra) en su seminal El ecologismo es un egoísmo, o a la que convirtió a Bjorn Lomborg, El ecologista escéptico, en blanco recurrente de apocalípticos de toda laya, o a ese espejismo en el que Dawkins plasmó el croquis de Dios. El denominador común de esas y otras obras es, en cierto modo, la bondad; o, por afinar el tiro, lo dañinamente perverso que resulta hacer el bien. No importa, sostiene Nerín, que tal o cual iniciativa sea calamitosa si viene avalada por un propósito más o menos angelical, piadoso, incólume. En este sentido, Blanc bo... nos recuerda que la ayuda al Tercer Mundo puede ser tan nociva como la protección de la infancia (véase Raval, de Arcadi Espada), o tan reaccionaria como la salmodia de los heraldos del calentamiento (véase Contra el cambio, de Martín Caparrós); máxime cuando el principio en que se fundamenta la acción es la posibilidad de granjearse el título de bondadoso del mes.
Cojan aire.
Fuentes de las que no sale una gota de agua porque dejaron de funcionar con la primera ventolera, sin que las ONG que las instalaron hubieran previsto esa posibilidad; envíos masivos de vacunas que, una vez en territorio africano, y debido a la falta de neveras donde conservarlas, se tiran a la basura –eso, en el mejor de los casos; hay ONG que las administran entre la población, quién sabe si por aquello de que ir por ir es tontería–. (Que las vacunas estén en buen estado no garantiza nada; por lo general, con las segundas y terceras dosis suele ocurrir lo mismo que con la fuente). Donaciones de toneladas de cuadernos a lo pinta y colorea que ya han sido pintados y coloreados por quienes los donan; reparto gratuito de libros que obligan al cierre a modestas librerías regentadas por lugareños que, mira por dónde, creen a pie juntillas en la economía de mercado; secuestro de niños bajo el pretexto del desarraigo social (como ocurrió en el Chad en 2007). Aún hay más.
Nerín, que fue monaguillo antes que fraile (ah, los conversos, qué sería sin nosotros), analiza, asimismo, los mecanismos que propician que esas y otras aberraciones no sólo se lleven a cabo sin el menor decoro y, por descontado, impunemente, sino que, además, adquieran un prestigio sin igual. En este punto, el factor más determinante es el lenguaje de las ONG, que suele presentar dos caras. Por un lado, la que se muestra al potencial contribuyente, es decir, la del chantaje emocional, la retórica judeocristiana de la culpa y la posibilidad de rendir un pedazo de cielo. Por otro, la que se emplea para disfrazar los proyectos por los que se van rebañando subvenciones: limitantes externos del proyecto, indicadores objetivamente verificables del objetivo general, detección en la organización de debilidades, amenazas, fortalezas y debilidades, enfoque de derechos... Del uso certero de esa jerga, cuya pretensión primordial es ennoblecer el simulacro, dependen las dotaciones del Estado.
A nadie extrañe que esa ristra de palabros parezca salida de un aula de Esade, pues lo que distingue a las ONG de las misiones cristianas es, en parte, el refinamiento de la profesionalización. Con una particularidad que Nerín, ya lanzado a tumba abierta, no duda en recalcar: una buena parte de los empleados de las ONG son progres con escasas aptitudes que opositan a fijos retribuidos mediante la porfía en el voluntariado; eso que, en lenguaje recto, viene siendo cobrarse los servicios prestados.
Es obvio que al autor el asunto le quemaba entre las manos. También a los cooperantes españoles secuestrados por Al Qaeda en Mauritania les reserva su mirada perpleja, punzante, abatida.
Algunos ciudadanos se preguntaron qué hacían el director de una de las grandes infraestructuras viarias de Cataluña, la mujer del alcalde y un montón de altos cargos de la función pública haciendo de camioneros por el desierto. Otros trataron de averiguar cuánto había costado la operación a los bolsillos de los contribuyentes (hay tanta confusión sobre el coste de la caravana oficialista no gubernamental como sobre el rescate de los secuestrados). Y muchos africanos se mostraron preocupados porque los europeos estaban financiando, con sus rescates, a los integristas de Al Qaeda. Además, algunos habitantes de África Occidental estaban indignados porque el Gobierno español, con sus presiones, había conseguido que el Gobierno mauritano liberase a un peligroso terrorista a cambio de los pseudocooperantes. Se preguntaban si el Gobierno español habría liberado a algún etarra si ETA hubiese secuestrado a un mauritano en Los Monegros.
Lo que no suscitó interés alguno entre la ciudadanía, como Nerín se encarga de subrayar, es qué había en esos 105.000 kilos de material que los cooperantes iban repartiendo cual reyes magos de la posmodernidad, acaso en la creencia paranoica de que llevaban la Felicidad a los negritos, de que ellos, soldados del amor, eran depositarios universales de esa Felicidad.
Material y kilos. Dos groserías que dan cuenta de que la cooperación es un valor aproximado, relativo, impreciso. Sobre todo para quienes la sufren.
GUSTAU NERÍN: BLANC BO BUSCA NEGRE POBRE. La Campana (Barcelona), 2011, 256 páginas.