El esfuerzo de Caro Baroja, siempre preocupado por la vivencia social de la religión, y más próximo a la antropología o a la etnografía que a la historia, como bien apunta Juaristi en el prólogo, se centra sobre todo en un anticlericalismo que podríamos calificar de respetuoso con la religión. Es el anticlericalismo que critica, caricaturiza o incluso llega a cebarse con el clero, la jerarquía o la Iglesia (entendida ésta como institución, no como el conjunto de los creyentes) en nombre de la fe cristiana, a la que consideraría traicionada por quienes deberían ser sus mejores servidores. Es un anticlericalismo propio de creyentes y característico de sociedades con un clero importante e influyente.
Caro Baroja inicia su historia, que es más una indagación en motivos recurrentes propios de determinados comportamientos, en la Edad Media. Toda esta parte, que abarca la mitad del libro, es una delicia de erudición bien narrada, en la que se suceden y se cruzan, sin enredarse nunca, los testimonios populares, los textos cultos y las acusaciones que se dirigen los propios clérigos, algunas de ellas particularmente duras. El autor llega por fin al anticlericalismo del siglo XIX, el que arranca con la matanza de frailes del año 1834: una acusación de envenenamiento desencadenó un brote de bestialidad más o menos espontáneo.
La amenidad del texto, escrito con ese tono malhumorado, gruñón y un poco atrabiliario que don Julio cultivó con tanto esmero, siguiendo a su tío Pío, contribuye a aclarar la tesis del volumen, característica del Caro Baroja escéptico con los llamados caracteres nacionales. Y es que hasta ahí el anticlericalismo español no difirió por lo sustancial del registrado en otros países europeos, aunque agravado tal vez por la importancia de la Iglesia en la sociedad española. Había, por tanto, una tradición anticlerical europea, manifestada aquí con modos propios, algunos de ellos de gran calidad literaria.
La brutalidad de lo ocurrido en 1834 entronca a la vez con esa tradición y con otra más reciente, la del anticlericalismo antirreligioso o, en nuestro país, anticatólico. Se puede intentar explicar alguna de sus causas (rencor acumulado, resentimiento social, excesivo peso del clero, idealización de lo ocurrido en Francia durante la criminal Revolución Francesa), pero el caso es que algo muy profundo había cambiado en la actitud de una parte de la sociedad no ya ante la iglesia, sino ante la religión.
Los progresistas coquetearon con estas bajas pasiones sin darse cuenta de la mecha que estaban prendiendo. Caro Baroja, por su parte, tampoco estuvo dispuesto a llegar al fondo del asunto. Los fenómenos anticlericales del siglo XIX están bien descritos, con el mismo tono de erudición desenfadada con que analiza los anteriores, pero empieza a fallar la perspectiva de lo que surge en esos años.
Caro Baroja, heredero de un linaje liberal y conectado, por lo menos en parte, con la Institución Libre de Enseñanza, no se toma demasiado en serio la novedad que ésta significaba en cuanto a la voluntad de fundar una España nueva, laica, desligada radicalmente de la fe y la práctica católicas. Se puede entender la crítica que subyace en el libro al dogmatismo y a la cerrazón de una parte muy importante de la Iglesia católica española de aquellos años. ¿Justifica eso el intento del círculo de Giner, tan influyente, de implantar una religión laica, de Estado, en España? Yo creo que no, pero el caso es que Julio Caro Baroja dejó el asunto sin tratar.
Menos aún trató la explosiva manipulación política del anticlericalismo que hicieron las izquierdas desde el principio del siglo XX, en ese arco que arranca de la Semana Trágica, sigue con la quema de conventos del año 31 y la revolución del 34 y culmina con el genocidio religioso perpetrado por los "defensores de la legalidad republicana" a partir de 1936. Estamos aquí en un universo totalitario, completamente ajeno a la tradición anticlerical descrita por el autor, y al mismo tiempo en una torpe maniobra política que las izquierdas liberales y republicanas llevaron a cabo con una frivolidad precursora de lo que está ocurriendo hoy en día.
Conviene por tanto complementar esta lectura con otros estudios, como el excelente de Manuel Álvarez Tardío (Anticlericalismo y libertad de conciencia, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002), que desvelan sin temores la dimensión política y cultural de algo que en sus manifestaciones modernas se parece más a lo ocurrido durante la Revolución Mexicana o bajo los regímenes comunistas que al anticlericalismo tradicional, excelentemente descrito, por otra parte, por un don Julio que parece haberse detenido voluntariamente a finales del siglo XIX. Desde esta perspectiva, es un texto casi nostálgico.