En la China comunista reina la corrupción, se explota a los trabajadores en las ciudades, se maltrata a los campesinos –que siguen pasando hambre en muchas zonas del país– y se expropia sin indemnización a los propietarios, o mejor dicho, a los que viven y trabajan en viviendas y tierras agrícolas de propiedad indeterminada pero pública, para levantar proyectos inmobiliarios cuyos dueños son, siempre, miembros del partido comunista, o familiares, o amigos, o cómplices, con los que se reparten las ganancias.
Esa China, conocida por todo el que tenga intención de buscar los datos pertinentes en internet, periódicos y libros, se puede analizar, con toda crudeza, en la obra de Guy Sorman El año del Gallo. Sorman pasó el 2005 recorriendo el país y hablando con disidentes, rebeldes, y también con militantes del partido comunista y académicos del régimen, así como con líderes políticos perseguidos e incluso con feministas.
El libro es un mosaico de pequeñas y grandes tragedias que debería acompañar a cualquiera que se aproxime a China, algo que no hace casi nadie. El grueso de los interesados en China se fija, habitualmente, en sus espléndidas estadísticas, en las posibles explicaciones a su altísima tasa de desarrollo, que es tan abrumadora y tan positiva para el resto del mundo que casi todos terminamos por olvidarnos de los crímenes del régimen. ¿Cómo no agradecer un 9% de crecimiento anual acumulativo desde hace veinte años, que nos permite a todos, españoles, americanos o europeos, vivir un poco mejor de lo que lo haríamos si China se estuviera desarrollando de otra forma?
Sorman también disecciona este fenómeno, que por otra parte pone en duda, y lo intenta analizar con los gobernantes y académicos oficiales del régimen. Incluso éstos, al menos en parte, reconocen la tragedia humana que afecta a gran parte de la población, pero todos afirman que ése es el precio que hay que pagar por "la transición", un precio que también pagaron, según ellos, los niños obreros de la revolución industrial británica, por ejemplo.
El ensayista francés no pretende desmontar con datos, y podría haberlo hecho, esa tesis del sufrimiento necesario para hacer la transición a un país moderno. Lo que hace es comparar el desarrollo indio con el chino. Pero no es ése su principal objetivo. Lo que pretende es inundarnos de ejemplos de corrupción, abusos y asesinatos por parte del partido comunista chino, y avisarnos de que no hay transición posible a un mundo mejor en China, porque la maldad intrínseca del partido y los intereses de sus miembros nunca lo consentirán.
El partido comunista es, junto a los perseguidos, maltratados y despreciados habitantes de China, el gran protagonista del libro. No hay esperanza, dice Sorman, crezca lo que crezca la economía: ésta tiene los pies de barro, y la independencia que da el bienestar terminará en un baño de sangre cuando intente convertirse en cambio político democratizador, como ocurrió en Tiananmen.
En mi opinión, el gran ausente del libro es la otra China, la que crece, la de los 200 ó 400 millones de personas con niveles medios y altos de renta, cuyo nivel de vida ha mejorado sustancialmente con las cuatro modernizaciones que impuso Deng Xiaoping. Es evidente que los dueños de las compañías, los millonarios, las grandes familias del régimen son los grandes beneficiados. Pero el resto –y esto también lo digo yo– también ha ganado.
Considera, sin duda, Sorman que no hace falta analizar esta parte de China, la de los 4.000 rascacielos en Shanghai, porque la inmensa mayoría de los intelectuales y economistas del resto del mundo ya se encargan de ello. Él hace varias advertencias: la primera, que el crecimiento no arreglará los problemas de la miseria y el sufrimiento innecesario de 800 millones de chinos. No habrá mejoría por ósmosis, como en los países que no padecen un régimen tan corrupto y despiadado como el comunista-nazi-fascista chino, porque los beneficios se los apropian, todos, los miembros del partido y sus familias. La segunda, que el propio crecimiento puede desaparecer si estalla la burbuja inmobiliaria, quiebra algún banco y los chinos comienzan a desconfiar de su sistema financiero. La tercera, que el esquema de crecimiento –aunque él no utiliza esta terminología– es insostenible, porque las contradicciones entre, por un lado, la necesaria extensión de los derechos de propiedad privada, la necesidad de contar con unas leyes que la respeten y una justicia independiente y, por el otro, el poder totalitario del partido comunista, o mejor dicho, de sus miembros, familias y asociados, nacionales y extranjeros, nunca desembocará en un proceso democrático. Si hubiera democracia, los 60 millones de miembros del partido comunista tendrían que pagar por sus crímenes. Habría una auténtica revolución.
No se aventura Sorman a predecir el futuro de China, pero lo ve mucho más incierto que el de la India, que, sobre la base del respeto a las personas y a la democracia, está alcanzando ya tasas de crecimiento económico similares a las de China, para desconcierto de la burocracia comunista.
Termino. El de Guy Sorman es un libro de viajes que convendría leyeran los millones de turistas que visitan anualmente China y que completa los informes turísticos y los de las agencias internacionales, como el FMI y el Banco Mundial, o los de las miríadas de fundaciones progresistas que contemplan, extasiadas, el desarrollo del capitalismo sin democracia.