Siempre he creído que el estudio de la ciencia económica no es para almas jóvenes de tiernas ambiciones. No porque las conclusiones de la economía puedan ser destructivas de las utopías comunitarias típicas de la adolescencia y de algunos residentes en el Palacio de la Moncloa, más bien porque las vidas de los maestros de la economía abundan en detalles escabrosos y sonoros fracasos, lo que la hace materia poco apta para la formación cívica con que el Gobierno quiere sustituir el estudio de la religión.
Casi todos esos grandes maestros de la ciencia del dinero fueron incapaces de hacerse millonarios. No me refiero a enriquecerse vendiendo libros de texto, como Samuelson, una actividad casi marxista, por basarse en la acumulación del valor trabajo, sino especulando sanamente. Que yo sepa, no contamos más que con tres hábiles especuladores en la historia de nuestra disciplina: Cantillon, quien, como relata Cabrillo, acabó asesinado o asesinando; Ricardo, que apostó por la victoria de Waterloo comprando deuda pública inglesa, y Keynes, quien, tras un breve tropiezo, se hizo rico en el mercado de divisas. ¡Poco edificante lección es ésta para futuros gestores de carteras o constructores de viviendas protegidas, el descubrir que los economistas no saben hacer dinero a montones!
Cabrillo utiliza hábilmente los aspectos pintorescos o incluso salaces de las vidas de los economistas para sazonar su entretenidísimo libro. Comienzo por señalar que nada vende como el sexo. El libro se abre con San Bernardino de Siena entre comerciantes y sodomitas y con San Antonio de Florencia clamando contra la usura y las malas mujeres. Es característico del método de Cabrillo el hacernos ver que, si bien estos santos varones declamaban contra determinados vicios, sí sabían de la utilidad del comercio y los precios libres: así ayudaron a echar las bases de la teoría económica.
No paran ahí los aspectos sexuales de estos retratos al buril. Rousseau no pudo llevar a sus cinco hijos a la inclusa porque un defecto de nacimiento o una esforzada práctica amorosa en la juventud le hicieron estéril o incluso impotente. El marqués de Mirabeau, que no consiguió crear una monarquía parlamentaria encabezada por Luis XVI, escribió libros pornográficos como El libertino de calidad o El arte de variar los placeres del amor, que prometo no buscar entre los bouquinistes de las orillas del Sena. Y nada digamos del hijo espurio de Carlos Marx, o de la muerte en duelo por amor del socialista Lasalle, o de la excelencia de Schumpeter como amante, jinete y economista; o de la pasión de Keynes, locamente enamorado del pintor Duncan Grant.
Burla burlando, Cabrillo recoge y explica alguna de las ideas fundamentales de la teoría económica, cuya comprensión no vendrá mal a jóvenes y mayores. Explica el que Adam Smith, crítico de los aranceles proteccionistas, aceptara el cargo de comisario de las aduanas de Escocia señalando que el autor de La riqueza de las naciones consideraba utópico pensar en un Reino Unido con plena libertad de comercio, lo que sorprendentemente llegó en 1846. Expone con brevedad la filosofía utilitarista de Jeremías Bentham... y describe su momia, situada en los pasillos del University College de Londres, que el viejo excéntrico contribuyó a fundar. Desvela las razones económicas por las que Malthus se oponía a los anticonceptivos: aplazar el matrimonio hasta tener un buen pasar era "un incentivo a la laboriosidad". Al tiempo que habla de los amores de Richard Kahn con Joan Robinson, la economista de la competencia imperfecta y el maoísmo perfecto, explica el papel del "multiplicador" en los ciclos económicos.
La lección más importante que imparte el profesor Cabrillo con tanto humor es lo peligroso, en realidad lo inane, de la intervención administrativa en la economía y de la protección estatal de aquellas actividades que mal sobrevivirían a la competencia. Las chuflas que dirige a Monsieur de Laffemas, empeñado en obligar al clero francés a plantar moreras para la producción de seda, o las burlas a la planificación universal de la economía francesa propuesta por François du Noyer, corren paralelas con la denuncia del español Sancho de Moncada, que pedía que se castigara con la pena de muerte la exportación ilegal de moneda. Con igual ironía castiga los cambios de opinión y el escaso valor universal de las teorías y recetas de Keynes.
Cuenta Bertrand Russell en sus memorias que, recluido en la cárcel por objetor de conciencia durante la Primera Guerra Mundial, un carcelero vino a reprenderle por las carcajadas que le producía la lectura de Grandes victorianos, de Lytton Strachey. Nunca se me ocurriría leer alguna de estas pequeñas biografías en clase, pues ello podría echar abajo la fama de la economía como ciencia lúgubre.
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FRANCISCO CABRILLO: ECONOMISTAS EXTRAVAGANTES. Hoja Perenne (Madrid), 2006, 169 páginas. Pinche aquí para adquirirlo.