Fueron dos piezas políticas de gran importancia para su época. Hoy lo son para el conocimiento de la historia de España y, sobre todo, para formarse un juicio, un pensamiento, sobre su historia reciente. La actualidad política de estos dos textos, sin embargo, es precaria para comprender lo que está sucediendo. La España protoconfederal, o sea la no España, que intuye Rodríguez Zapatero es obtusa para comprender la grandeza de esos dos textos. Son, pues, dos discursos que llegan muy tarde, pero sospecho que sólo servirán para alimentar las bajas pasiones de la terrorífica agenda política del Gobierno de Rodríguez Zapatero: fin de la Constitución y cambio de régimen político.
Al margen de la legitimación política o, mejor, de la búsqueda de legitimación política por vía de la utilización y abuso de la historia que late detrás del editor de estos textos, reitero que estos dos discursos son inactuales, ciegos para comprender lo que está pasando en España. En corto y por derecho, la Constitución de 1978 dejó obsoleto casi todo el arsenal argumentativo que contenían. En otras palabras, la Carta Magna de la democracia española recogió e integró en su articulado lo mejor de ellos. Los argumentos de uno y otro, pues, ya no valen para entender la principal singularidad del proceso político democrático español con respecto a la Segunda República, que siempre apunta, se mire desde donde se mire, a una progresiva desnacionalización de la democracia española.
Todo es acoso a la Nación española. En efecto, desde la aprobación de la Constitución hasta hoy, el proceso de desnacionalización de España, que es, seguramente, el acontecimiento más trágico de nuestra débil democracia, difícilmente podrá entenderse con estos dos discursos. Ortega y Azaña jamás hubieran dado crédito a este proceso de desnacionalización, o mejor, nunca podrían haber imaginado que el liberalismo español fuera tan débil a la hora de defender a España como nación. Más aún, nunca habrían sospechado que el socialismo español llegara, como así ha sido, a traicionar su fundamento: la nación española. Por este lado, los mencionados discursos son tan inactuales como defensores de una única nación: España.
Hay, no obstante, algunos argumentos históricos, especialmente el referido al particularismo catalán –en realidad, habría que hablar de enfermedad– que aún tienen vigencia política. Ortega en este punto es insuperable: la enfermedad catalana, su eterna frustración como pueblo, tiene que ser conllevada con paciencia democrática por el resto de los españoles. Por fortuna, todavía hay españoles dispuestos a conllevar, a soportar, en fin, a convivir, como quería Ortega, con alegría sobre "la gleba dolorosa que suele ser la vida" de esos españoles frustrados que son los catalanes.
Releo los dos textos con nostalgia y no puedo dejar de sustraerme a un sentimiento de fracaso. Los catalanes empiezan a ser una pesadilla para la gente normal. Ellos mismos no parecen soportarse. Incluso uno de los firmantes del manifiesto de los intelectuales contra el nacionalismo ha dicho, como si de un demente se tratara, que la culpa del nacionalismo catalán es del capitalismo de derechas. ¡Cuánta infamia nos quedará todavía por oír! A pesar de todo, cualquiera que sepa un poco de historia de España sabe que no hay más remedio, como decía Ortega, que conllevar, soportar, la cosa de los catalanes. Su ridículo victimismo, su patético localismo y su particularismo paleto siguen siendo sus señas de identidad, su frustrado destino como pueblo. ¡Son dignos de lástima! Me refiero, naturalmente, a los catalanes que odian a España.
Ni la Segunda República, ni la Guerra Civil, ni 40 años de régimen franquista ni más de 25 años de democracia han sido suficientes para que la mayoría de los políticos catalanes, y los ciudadanos que los votan, logren superar su patética enfermedad: "ser sin España".
Imposible. Cataluña no es nada sin España. Las oligarquías políticas de Cataluña, sin embargo, ocultan esta verdad. Más aún, han conseguido elevar esta mentira a categoría. El autoengaño de que es posible una Cataluña sin España es la táctica perversa de esta clase política para perpetuarse en el poder. La reivindicación permanente de una vacía utopía, una Cataluña al margen de España, se ha transformado ya en una batalla permanente para asaltar todo lo que ha dado vida a los nacionalistas y a la izquierda socialista: España.
Este macabro proceso de desnacionalización de España tiene varios responsables principales: en primer lugar, los nacionalistas; en segundo lugar, los partidos nacionales, que han jugado a gobernar intentando satisfacer el monstruo nacionalista. El PSC en Cataluña y el PSOE en España serían ejemplos de cómo terminar con la idea de una España de ciudadanos libres e iguales por ceder ante las peticiones de los nacionalistas. En otro tiempo fue el PP quien, sin duda alguna, cedió ante el pedigüeño Pujol. Ninguna fuerza política en este proceso de desnacionalización, que es tanto como decir de eliminación de la democracia de España, está libre de culpas.
Los partidos nacionales se han encogido porque cayeron en la trampa nacionalista: creer que podían satisfacer las demandas del nacionalismo separatista cediendo competencias del Estado a las comunidades autónomas. Hay, sin embargo, actores en esta mala historia a los que nunca se perdonará el haber recurrido a lo peor del nacionalismo catalán: el odio a España; en realidad, el odio a Cataluña, pues ésta no es nada sin la patria común, sin la nación española.
Para los nacionalistas, la Constitución de 1978 y los estatutos de autonomía no sólo no han servido para "vivir de otra manera dentro del Estado español", sino que son utilizados para conseguir la separación de España sin coste alguno. El espíritu de reconciliación entre las pretensiones autonomistas de Cataluña y la democracia española, que representó en la Transición el gran Tarradellas, hombre que "no destruiría –según escribió Josep Pla– nada de lo hecho por Franco que fuera positivo para el país y la estabilidad general", fue muy pronto arrinconado por una política victimista, y de desprecio y acoso a todo lo que fuera español. Pujol muy pronto impuso su "ley", que no era otra, dicho con palabras del comunista Anguita, que "sembrar el odio con palabras suaves".
Pujol es, seguramente, el político más representativo que ha logrado poner las bases de la destrucción del espíritu de reconciliación que Tarradellas y algunos otros construyeron para alojar la singularidad catalana en la democracia española. De Tarradellas a Maragall, todo ha sido decadencia. Odio y más odio contra España. Pujol destruyó el espíritu de Tarradellas, primer presidente de la Generalidad en la nueva etapa democrática, y Maragall, el actual presidente de los catalanes, quiere rematarlo con un nuevo estatuto para asesinar la Constitución.
Sí, fue una creencia falsa pensar que Pujol era un hombre moderado –creencia alimentada al abandonar éste la vida pública–. No, fue un hombre de odio. Sus palabras suaves sembraron odio allá por donde pisó. Comparado con el bárbaro nacionalista vasco, según he dicho en otras ocasiones, su figura crece. Pujol es un buen político, pero incapacitado para la poesía, para comprender el alma de Cataluña.
Pujol se retiró de la vida pública ocultándonos su idea de España y, por lo tanto, de Cataluña. Incapaz de ver el todo en las partes y la parte en el todo, Pujol negó siempre el alma de Cataluña, o sea de España toda. Convertida el alma poética de Cataluña en un vulgar "argumentario" victimista, todo era posible: transformar el sagrado bilingüismo en una dictadura monolingüe y provinciana –aunque fuera al coste de manipular el Tribunal Constitucional–, producir una "cultura" geométrica al margen del corazón de la vida ciudadana, confundir el rico seny catalán –modélico siempre para el resto de los españoles– con una vulgar y formal "mesura" de pequeño comerciante...
La Cataluña hispánica, europea y mediterránea, la Cataluña universal, desapareció porque la "política" de Pujol quebró la poética catalana hasta reducirla a un sucedáneo para intercambiar favores y prebendas. Hizo del gran poeta Maragall, del inventor de la Cataluña contemporánea, su enemigo, pues nunca fue capaz de admitir su ideario: el latido común de toda España. Jamás consiguió pronunciar de corazón, o sea en catalán, el ideario poético de Maragall:
"Late un algo común en estas lenguas: es España: toda España. Pero hay unos labios diferentes: somos los catalanes, los castellanos, los lusitanos, con los gallegos. ¿Creéis poder cambiar nuestros labios? Tendríais que arrancárnoslos. ¿Querremos ahogar dentro de ellos el verbo fundamental común? Quedaríamos mudos, porque quedaríamos sin alma".
La llegada de Maragall al poder de la Generalidad, lejos de enderezar algunos entuertos de Pujol los han agrandado, hasta el punto de que España apenas es ya para esta gente algo más que una zona de libre comercio. Por supuesto, Cataluña sin España, sin la nación española, quedaría reducida a una comunidad "agrupada" por un mercado globalizado y a una noción de "pueblo" más propia de una agencia turística que de un partido democrático del siglo XXI. Pero el antiguo alcalde de Barcelona insiste, como un Pujol cualquiera, en repetirnos las monsergas victimistas del peor nacionalismo: Cataluña está marginada por el Estado español; aunque, por encima de todo, le interesa, recordarnos que la "península entera funcione. Nos gusta y encima nos conviene".
Entre esta idea de España (a la que se le agrega un territorio más, el de Portugal) y la del nacionalismo pujolista no hay diferencia alguna. O, peor todavía, es más excluyente Maragall que Pujol, pues éste ya ha comenzado a ensayar nuevos ideologemas sobre la "capacidad integradora" de Cataluña con respecto al resto de España –otro salto cualitativo en la perversa ideología nacionalista catalana.
En este contexto de nacionalismo extremo, de odio a todo lo que suene a España, publicar los textos de Ortega y Azaña con ánimo de comprender que el discurso sobre Cataluña hoy, el discurso sobre la reforma del Estatuto, es muy parecido al de ayer no sólo es una ingenuidad, sino una falsificación de la historia y del presente político. ¡Da asco tanta ideología!
Los discursos de Ortega y Azaña, cuyo espíritu y letra fueron recogidos en el actual Estatuto de Autonomía de Cataluña y en la Constitución, no sólo no pueden satisfacer las demandas criminales de los nacionalismos, o sea, la destrucción de España, sino que son considerados como cosas ñoñas, liberalismo ridículo, por el socialismo-nacionalista que gobierna en Cataluña y España. Si Rodríguez Zapatero y su gente, entre los que se cuenta el editor de estos dos textos, leyesen con rigor intelectual estos dos discursos no sólo no reformarían el actual Estatuto, sino que suspenderían por el bien de la democracia el régimen actual de la Autonomía de Cataluña.
Quizá por eso, parece urgente que los ciudadanos intentemos no sólo conocer el pasado en su justeza, también ser críticos con quienes pretenden legitimar sus políticas desnacionalizadoras con la manipulación del mismo. En otras palabras, estos dos textos sólo podrán comprenderse de verdad, para aquí y ahora, si los leemos al lado de la enmienda que la Cámara desechó el 10 de junio de 1932. Fue defendida por el diputado Gil Robles, y decía: "España reconoce a Cataluña como una región autónoma, con arreglo a la Constitución y al presente Estatuto".
El texto de Gil Robles merece la pena leerse completo para comprobar el fracaso de una clase política que aún gobierna España. Sí, la enmienda, reitero, fue desechada, porque la clase política española prefirió el cambalache a la claridad, el pacto secreto a la política democrática. Pero la historia, qué duda cabe, dio la razón a Gil Robles ya una vez. Fue durante la Segunda República: muerto Macià, político sereno, le sucedió en la jefatura de la Generalidad Lluís Companys, nacionalista extremo, que no dudó en declarar el Estat Catalá para acabar con el Estatuto y, de paso, con la endeble República. El desastre estaba cantando, pero los socialistas y "azañistas" prefirieron mirar para otro lado.
Esperemos, por el bien de todos, que la historia no dé por segunda vez la razón a Gil Robles, aunque sospecho que la coalición de Rodríguez Zapatero y Carod-Rovira puede ir aún más lejos que Companys, especialmente si tenemos en cuenta que al presidente del Gobierno de España no le importa qué sea una nación. ¡Triste España!
José Ortega y Gasset y Manuel Azaña, Dos visiones de España, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2005, 141 páginas. Prólogo de José María Ridao.