Estar fuera de la escena, fuera del escenario, fuera de la pantalla omnímoda de la Tele es, sin embargo, el hábitat natural de esa rareza edificante, de esa anomalía de las letras actuales que es José Jiménez Lozano. Pero es que, como remata Spinoza su Ética demostrada según el orden geométrico, "todo lo excelso es tan difícil como raro".
Cada uno de los libros del maestro abulense es una especie de concesión desde la lejanía de su retiro castellano a la mundanidad mediática de la literatura realmente existente. Como enseña Quevedo:
Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos.
La precisión y la economía casi monacal de su prosa y el rigor ascético de su poesía chocan de bruces con la inflación retórica de la postmodernidad, con esa estupidez intelectualizada a lo Bouvard y Pécuchet, pero de estética degradada, que padecemos. Con la dificilísima sencillez de la lengua española, más apegada al habla de la gente de los pueblos castellanos que a la solemnidad hueca y oportunista de los diccionarios, ofrece una transparencia de pensamiento y de palabra que traspasa los tópicos instalados indiscriminadamente en la masa televisada, una limpieza estilística que los ridiculiza y descompone con la serenidad del estoico y la distancia del jansenista. Sus textos están, además, enriquecidos con referencias de una erudición sin estridencias ni exhibicionismo, al servicio de la claridad en la exposición, de la comprensión del mundo actual a través de sus precedentes.
La máxima cervantina rige su escritura:
Y, pues, esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención; dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
(M. Cervantes, Don Quijote, prólogo).
Y este imperativo estético requiere que el primer enemigo de la batalla emprendida en esta combinatoria de signos llamada lenguaje sea el yo, ese amasijo de prejuicios, creencias, adhesiones incondicionales, parálisis acrítica, idiotez masiva y pesada, esa ilusión metafísica, trasunto de la santa voluntad devenida imposición administrativa, esa degradación moderna del alma, ese fetiche, esa inercia de querer ser algo, la identidad en que el individuo queda bloqueado, abotargado, absorbido, anulado:
Considera la santidad del pensamiento / y la palabra. / Al enunciarlos o escribirlos, / rodéalos de silencio, y tu yo no los toque, / ni los adjetivos.
(J. Jiménez Lozano, "Santidad", en Elegías menores).
Nos acaban de llegar sus dos nuevos libros, Los cuadernos de Rembrandt y La estación que gusta al cuco. El primero es la última entrega de sus diarios o cuadernos de notas, que son también cuadernos de lecturas, recuerdos y degustación de cuadros y conversaciones, recopilación de ideas que suscita la observación del mundo, ese barullo cacofónico de estupidez y miseria en el que el escritor busca lógica y oasis de belleza, que acaban apareciendo más en la propia literatura que en lo que la literatura nombra. Se trata de un género de escritura en estado puro que apenas se ha cultivado en las letras españolas (el imprescindible Cuaderno gris de Pla es una de las excepciones), a mi juicio lo más interesante de Jiménez Lozano junto con sus libros de ensayo (y ciertos poemas, además de esa maravilla que es Historia de un otoño), por abrirse al acto mismo de la escritura con la amplitud que permite la inclusión de anécdotas, juicios, poemas, análisis, comentarios, y el recurso inevitable a ciertas manías, que contribuyen a definir el propio estilo del autor. Se trata de una poética de heterogeneidad cómplice con los distintos géneros literarios, que combina, maneja y explota, una poética avivada por esa lucidez filosófica que no permite el engaño (variante del autoengaño) de vanagloriarse con la ilusión de la creación. La escritura es artesanía de la combinación de signos dotados de significado. Nada más. Nada menos:
Pero pienso que el lenguaje se le regala a uno con la historia que está contando. O por lo menos no sabría yo qué hacer para limpiar las palabras antes de ponerme a escribir. No creo que el escritor tenga poder sobre ellas; pienso que todo está en acertar a ponerlas de manera que con ellas nombre, que es lo que tiene que hacer una palabra: levantar realidad y vida. Y lo certísimo es que, si se acierta con las palabras que nombran y su ordenación, éstas contagian, con su candor primero, a quien lee y a quien escribe.
(Los cuadernos de Rembrandt, p. 64).
No hay acto de creación, por tanto. La escritura no crea. Acaso destruye virtualmente, y no puede hacerlo más que en tiempo presente. No es arma cargada de futuro. Es disolución presente (y, por ello, en cierto sentido, eterna, atemporal) del discurso inercial, recurrente, dominante. Esa destrucción ofrece destellos de belleza, precisión, armonía y lucidez en mitad de la grisura, confusión, distorsión y estupidez hegemónicas. La escritura no redime, no salva. No construye. No hace sino que deshace (libera). El poeta no crea nada, no es creador. El que se cree un creador es un iluso, un iluminado (o un simple caradura).
El segundo libro que nos ocupa es un poemario de sencillez y delicadeza extremas, en el que Jiménez Lozano pone en juego las claves de una resistencia que linda con el silencio, que es el modo menos traicionero, más verdadero, de traicionar la verdad del silencio, su pureza y su inmediatez. Se trata de una escritura que hace estallar contra la realidad masiva y la retórica victoriosa verdades cargadas de desnudez, precisión y finura, que no busca nada que no sea el ejercicio mismo de la armonía que esa aritmética de signos denominada lenguaje posibilita. Esa necesidad de decir lo que hay que decir, de decirlo y, sin más, que haya vida y belleza en lo que se dice (en cómo se dice):
La necesaria hermosura solamente.
("Claustro del Císter", en La estación que gusta al cuco).
Así pues, la poesía no crea mundos, esa ensoñación basada en la inadmisible analogía de la creación. Se limita, en el mejor de los casos, a nombrar el mundo, a ofrecer una transparencia, una designación que nos lo acerque, siquiera de modo precario, a la comprensión:
Como los libros con las hormiguitas de las letras construyendo palabras para nombrar el mundo.
("Micer Alcuino", en La estación que gusta al cuco).
Por tanto, la poesía ha de ser anti-retórica y constituye la inversión exacta de su función genética: construir conciencias, producir un mundo inasequible a la crisis de la racionalidad puesta en marcha por unos cuantos griegos hará unos 25 siglos.
El poeta despierta, aviva, excita, dilata, casi diría que invoca, al pronunciarla, al ponerla por escrito, una determinada combinación de palabras, combinación que, en tanto que posible, ya estaba de algún modo ahí, latente, como posibilidad, como potencialidad (dynamis, diría el griego) con la que alguien se encuentra, pero no sale de la nada:
Un libro es capaz de trastocar el orden de las cosas dentro de la cabeza humana, a condición, claro, de que haya alguna cosa en ella antes de empezar la lectura.
(Stanislaw Lem, El vacío perfecto).
Escribir poesía es abrirse a una eternidad bastarda, virtual. Los versos son ecos, residuos, migajas de una atemporalidad imposible, una ucronía soñada, un destello anómalo, como la luz que nos llega de estrellas ya extinguidas.
Si el mundo es, según la Teología, una excrecencia de Dios, el sudor que transpira en el esfuerzo de conocerse a sí mismo como tal, el residuo, la costra, la piel muerta, el detritus, con toda su grandeza y su miseria, su belleza y su horror, la poesía es de similar especie, eso de lo que el escritor se deshace, de lo que se libera, lo que supura, una suerte de sangrado en palabras, el resultado de una evacuación metabiológica, es el esperma derramado durante el sueño. Esa excrecencia tiene acaso una belleza que es, en todo caso, ajena, independiente del yo (esa ficción, esa impostura, ese vacío) que la firma burocráticamente, y que cobra derechos de autor (¿se imaginan a Homero cobrando derechos de autor?). Como los balbuceos del bebé, que tanto agradan al adulto, y que no son más que la incapacidad de hablar, no un refinamiento del habla, así la poesía no deja de ser un balbuceo, el reflejo de una imposibilidad, una incapacidad ejercitada, no una potencia, dotada acaso de una cierta belleza que no puede ser otra cosa que la carencia de poder para decir verdad, para tocar con palabras la verdadera esencia de las cosas:
La decadencia es para las pupilas que miran tan hermosa como el crecimiento, y la muerte tanto como la vida.
(Sir Arthur Conan Doyle, La Compañía Blanca, 4).
La escritura poética es violación de conceptos, violencia, fractura de los lugares comunes, de los tópicos y de las convenciones en la dimensión estéril, inocua del texto escrito. La destrucción de toda retórica es lo que da valor de escritura (de escritura en guerra) a la poesía, como a cualquier acto defensivo de escritura y de pensamiento. La lírica al servicio de los afectos, es decir, de la servidumbre (Spinoza), es su enemigo. Por eso sus armas son la transparencia, la pureza estilística, el bisturí de precisión irreal de la sintaxis viva, exacta:
Y, pues, esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención; dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
(M. Cervantes, Don Quijote, prólogo).
Y esa exigencia estética irrenunciable que impone resistirse a los espejismos retóricos, a las ínfulas de la creatividad, siempre viva en los textos de Jiménez Lozano, la podemos encontrar ejemplarmente en el testimonio tan implacable como sencillo, de exactitud prodigiosa e incalculable potencia poética, desgarrador y preciso, de Rudolf Reder, químico de profesión, que narra sus vivencias en el campo de exterminio de Belzec, del que milagrosamente escapó y que da, sin ser escritor profesional, con la combinación más escueta y sobria posible, la más colmada de verdad y fuerza literaria. Ese milagro vital exigía el correspondiente milagro de la palabra, condensado en apenas cuatro vocablos (the orchestra was playing):
At the same time the wails of the people being suffocated in the chambers were audible, the orchestra was playing...
(R. Reder, Belzec).
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO: LOS CUADERNOS DE REMBRANDT. Pre-Textos (Valencia), 2010, 233 páginas. // LA ESTACIÓN QUE GUSTA AL CUCO. Pre-Textos (Madrid), 2010, 164 páginas.