
Un aliento de gravedad, solemnidad con frecuencia, sella esa deliberada instalación en una buscada intemporalidad metafísica. Ya sea la de la decadencia histórica que la familia Buddenbrook materializa, ya sea la que la minuciosa meditación pascaliana en torno a la enfermedad como esencia humana despliega deslumbrantemente en La montaña mágica, ya en el cruce de éticas y estéticas contrapuestas –las que van de Kant a Nietzsche y hacen nacer las paradojas de nuestro siglo–, en la figura colosal del Adrian Leverkühn del Doctor Fausto. Todo en Thomas Mann parece abocado a la eternidad desde su nacimiento. Es lo más grande de su obra. Quizá también lo que menos bien envejezca: nada hay tan efímero en literatura cuanto la intemporalidad.
Hay otro Thomas Mann. Que sólo en apariencia se desgaja del majestuoso novelista. El Mann agitador político. El hombre que huye –al igual que su hermano Heinrich, tan injustamente ensombrecido por la enormidad fraterna– de la Alemania nazi en el año 1933, para acabar acogiéndose al refugio de la nacionalidad estadounidense y ejercer su docencia desde Princeton. El que se lanza a la inmediatez del artículo político, y aun del panfleto, y aun de la alocución radiofónica militante, en un tiempo que no admite repliegues ni remilgos: ese tiempo marcado, sí, por el horror nazi, pero también –y es para Mann lo más grave– por la masiva dimisión ética de la nación alemana.

El antisemitismo es, así, el hilo conductor de los veinte artículos que la editora, Anna Ruchat, ha seleccionado con indudable acierto. Se extienden desde el tempranísimo 1893 hasta 1948. Muestran una continuidad en la preocupación de Thomas Mann, que es retrospectivamente asombrosa. Tres décadas antes de que la tragedia acontezca, el joven Mann la sabe ya inevitable. No es una tragedia política. No sólo. No principalmente. Es la tragedia que está inscrita en el espíritu alemán desde sus orígenes románticos. El horror de ver desplegarse empíricamente aquello que el autor ha sabido inexorable casi desde su acceso a la edad de razón y de escritura, se hace palpable en un crescendo de vertiginoso dramatismo. Y el artículo que da título a la edición española, "Hermano Hitler", enfatiza la desgarradura del que escribe.
No, Hitler no es un extraño a la cultísima Alemania, a la cultísima Austria, al cultísimo esplendor decadente de la Centroeuropa de inicios del siglo XX. Es su criatura, con el mismo título con que lo son los más grandes de sus nombres; en las ciencias como en las artes, como en la literatura y la música. Sigmund Freud experimentó el mismo espanto desde Viena. El horror no era algo ajeno, era de nuestra estirpe: Hitler era nosotros. Sobre el más turbio de todos nuestros espejos.