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CIENCIA

Cuando la Tierra dejó de ser joven

El trilobites es bello. Sí, lo es: no cabe duda. Su espléndido caparazón trimorfo, su ondulado vientre, su casco de guerrero del pasado… Hoy nos adentramos en su profunda belleza sabiendo que atesora los secretos del paso de los milenios, que no es más que la fotocopia en negativo de un testigo de la evolución.

El trilobites es bello. Sí, lo es: no cabe duda. Su espléndido caparazón trimorfo, su ondulado vientre, su casco de guerrero del pasado… Hoy nos adentramos en su profunda belleza sabiendo que atesora los secretos del paso de los milenios, que no es más que la fotocopia en negativo de un testigo de la evolución.
Gracias a la mirada del científico, el fósil, cualquiera que sea su especie, es un libro abierto. Podemos extraer de su morfología las claves del movimiento biológico, de la diversidad, de la ramificación incansable de las especies. Somos capaces de descomponer millones de años en una mirada física y química, de elaborar con sus pieles de piedra el complicadísimo árbol de lo vivo.
 
Pero hubo un tiempo en el que los fósiles no eran más (ni menos) que joyas depositadas por el mismísimo Creador en el jardín vetusto de la naturaleza. El mundo parido por Dios era viejo a los ojos del hombre (la exégesis de las Escrituras había datado su nacimiento 4.000 años antes de Cristo), pero sin duda era demasiado joven para que existieran los fósiles.
 
Envueltos en la fe, los pensadores medievales jamás repararon en aquella contradicción: ¿cómo habían tenido tiempo aquellos fósiles de llegar a las profundidades de la Tierra? ¿Cómo habían sido capaces de ascender a la cumbre de las montañas en sólo 5.000 años de existencia? Para aquellos hombres todas las bestias, plantas y piedras habían nacido a la vez. ¿Por qué unas siguieron vivas y calientes y otras engrosaron el mundo fosilizado de lo inerte?
 
La figura de Nicolás Steno (1638-1686) es fundamental para comprender el vértigo intelectual que ha supuesto para la feble mente humana empezar a descubrir que las especies evolucionan. Calificado como el padre de la geología moderna por autores como Stephen Jay Gould, Steno tuvo la osadía de saltar más allá de las páginas de la Biblia para interpretar el mundo fósil, en un momento histórico en el que ese salto era más un acto de herejía que de curiosidad intelectual.
 
Parte de sus investigaciones centradas en las llamadas "lenguas de piedra" (en realidad, dientes de tiburón fosilizado) sirvieron a sus contemporáneos para entender que los animales fósiles pueden cambiar de composición química sin cambiar de forma aparente y aparecer dentro de otras formaciones geológicas (rocas, otros fósiles, capas de tierra…).
 
Estas aparentemente obvias afirmaciones son parte fundacional de la geología y un elemento clave a la hora de empezar a diseñar el modelo de formación de la Tierra, la estratigrafía, la datación de las rocas y los fósiles.
 
El libro de Cutler que hoy traemos a estas páginas electrónicas revive con entusiasmo la aventura intelectual de Steno, un hombre cuya trayectoria científica fue tan fugaz como el paso de un trilobites por la vida en comparación con el larguísimo tiempo geológico. Sólo produjo una obra importante, Prodromus, que se considera realmente una introducción.
 
En 1667 se convirtió al catolicismo y abandonó sus estudios científicos. Pero ya había depositado la semilla de una de las ideas más revolucionarias del mundo del pensamiento: la evolución de las especies.
 
 
ALAN CUTLER: UNA NUEVA HISTORIA DE LA TIERRA. RBA (Barcelona), 2007, 256 páginas.
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