En esta ocasión la escalera de color le ha salido a don Mario Vargas Llosa. Que él mismo sea un as de la literatura ha tenido que pesar, sin duda, pero sobre todo, y dada la querencia de los suecos por las sorpresas, ha debido de influir el que, como el propio galardonado confesaba hace poco, pareciera que la Academia se había olvidado de él. Sin embargo, y para sumar a la sorpresa la estupefacción, en esta ocasión los suecos, en lugar de apostar por autores relativamente desconocidos, han preferido saltar la banca premiando a un novelista y ensayista de fama mundial, universalmente reconocido, premiado con todos los premios.
Así que se lo han dado por buen escritor y porque no entraba este año, por agotamiento de la candidatura, en la quiniela de los favoritos (Murakami –¡horror!–, Cormac McCarthy –¡ojalá!–). También porque pocos escritores hay en el mundo que se ajusten al perfil deseado por Alfred Nobel: un tipo con gran talento literario que defienda con lucidez y valentía las verdades del humanismo ilustrado (concretamente, el inventor de la dinamita dejó estipulado que su premio debía ir a "la persona que hubiese producido en el campo de la literatura la obra más destacada de una tendencia idealista"). Junto a Coetzee (con Nobel) y Amos Oz (próximamente, seguramente ex aequo con Adonis), pero con todavía más amplitud de miras, el hispanoperuano ha unido a su obra de novelista la dimensión de ensayista y crítico cultural, en la acepción más amplia del término, que incluye desde el análisis político a la crítica literaria, pasando por el comentario de los sucesos sociales y artísticos más relevantes.
Y es que nada de lo humano le ha sido ajeno a este Mario Vargas Llosa que, como acertadamente se señala en la exposición de motivos de la concesión del Nobel, se ha distinguido "por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota".
Me recuerdo como si fuera ayer abriendo un tomito marrón de una colección de quiosco titulado La ciudad y los perros. Aquello era literatura en carne viva cauterizada con vitriolo y un hierro al rojo. Luego vendrían más novelas: del virtuosismo estructural de La Casa Verde, un monumento a la tolerancia al disidente y una crítica monumental a los poderes establecidos, a la sensualidad y el humor de La tía Julia y el escribidor. Descubrí sus ensayos políticos (Contra viento y marea, por ejemplo), en los que describía su paso ideológico del comunismo al liberalismo como una necesidad casi fisiológica de la libertad de pensamiento y la honestidad en la acción; me sumergí en el ancho y profundo mar de los literatos con sus investigaciones sobre Flaubert y García Márquez; y sus artículos periodísticos en el diario El País hacían exclamar a más de uno, a estribor y a babor: "¿Qué hace un chico como tú en un diario como ese?".
Pues lo que hace es aplicar la máxima de Tácito: "Sine ira et studio" ("Sin ira ni prejuicios"), a cualquiera de las producciones intelectuales a las que se dedica. Una pasión fría, un interés desinteresado, una energía lúcida, buscando siempre, ya sea en la construcción novelística o en la deconstrucción ensayística, la asíntota de la objetividad, la imparcialidad y la verdad. Por ello es que, a diferencia de tantos y tantos sectarios, nunca se está seguro, cuando se abre una de sus novelas o se comienza uno de sus artículos, de cuáles serán sus impresiones, sus análisis y sus conclusiones. Y no porque sea arbitrario. Todo lo contrario, ya que sabe implantar la lógica implacable de unos principios ideológicos comprometidos con la apertura de la mente y la grandeza del espíritu, tan seguros de sí mismos en su identidad como de flexibilidad en su aplicación. De modo que preferimos estar en desacuerdo con Vargas Llosa antes que de acuerdo con los que se habitúan a usar la cabeza para embestir.
Vuelvo a lo que dice la Academia sueca sobre "la cartografía de las estructuras del poder" (quizás recordando que el joven Vargas era un fan de Jean-Paul Sartre) y "las mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota" para recomendarles la (re)lectura de La tía Julia, uno de los diez mejores libros del siglo XX, y para mí el mejor de los suyos. Si el arte ha de ser sobre todo un vehículo de conocimiento y una experiencia de gozo, en pocas ocasiones he disfrutado de un éxtasis literario semejante al que me proporcionó Vargas Llosa en su relato de sus amores cuasi-incestuosos con su tía Julia, combinados con el descubrimiento de la orgía que podía ser la literatura en manos de un escritor (escribidor) de radionovelas, el inolvidable Camacho, genio de los culebrones. Los capítulos de ambas tramas, el descubrimiento de la pasión amorosa en los brazos de la mujer madura y la iniciación en los misterios del periodismo y de la literatura se van combinando con un humor y un erotismo sólo comparables a los de La conjura de los necios de Kennedy O'Toole y Ada o el ardor de Nabokov.
Es cierto que estos premios se conceden a título individual y no en representación de una lengua o una comunidad. Por lo que las lecturas en clave patriotera o colectivista son absurdas. Pero sí que pueden ser utilizados como una muestra de que es posible hacer una literatura y elaborar un pensamiento en español y desde lo hispano con vocación de universalidad y ambición en el estilo. Con el Nobel a Vargas Llosa, todos los que amamos la calidad literaria y la libertad política hemos sido premiados. Hoy, Vargas Llosa ha dado otro pequeño paso hacia la gloria literaria, y la humanidad un gran paso en la construcción de un mundo mejor, más abierto, complejo, tolerante y con más clase.
Podemos imaginar a Bertrand Russell, a Albert Camus, a Octavio Paz o a William Faulkner aplaudiendo desde el Parnaso de los más grandes, haciendo un hueco, que ojalá tarde todavía mucho en ocupar, a don Mario Vargas Llosa, gran crítico y mejor hacedor de una literatura pura.