En realidad, la sanidad estadounidense dista de ser un modelo organizado en torno al libre mercado. Recordemos que en 1965 el belicista Lyndon Johnson enmendó la Social Security Act para incluir dos programas de financiación pública de la sanidad: el Medicare y el Medicaid. El primero se dirige a cubrir una buena parte de las necesidades sanitarias de los mayores de 65 años y de personas inválidas; el segundo ofrece cobertura sanitaria a las personas que no alcancen unos mínimos de renta establecidos por los estados que conforman la Unión. Ambos programas proporcionan cobertura sanitaria a más de 90 millones de personas, de modo que sólo con una decidida voluntad manipuladora puede afirmarse que EEUU goza de una sanidad privada.
Sin embargo, todo esto no explica la recurrente afirmación socialista de por qué EEUU gasta más en sanidad y, en cambio, no obtiene un mejor tratamiento sanitario reflejado en una mayor esperanza de vida. La tergiversación se encuentra en la última parte de la oración. Un sistema sanitario más eficiente no tiene por qué traducirse en una esperanza agregada de vida más elevada. El último libro del economista Arnold Kling, Crisis of Abundance, se dirige, precisamente, a enterrar este mito de la progresía.
La tesis de Kling es que los estadounidenses reciben una cobertura sanitaria mucho más completa en lo que él denomina premium medicine, esto es, un tratamiento médico de alta calidad caracterizado por "un recurrente uso de especialistas, una utilización muy extendida de procedimientos de diagnóstico de alta tecnología y un número grande y variado de cirugías".
EEUU es el país del mundo con una mayor ratio médicos especialistas/generalistas; se dan 1.400 visitas al especialista por cada 1.000 habitantes; los bypass son tres veces más abundantes que en Francia; las angioplastias son siete veces más frecuentes que en Reino Unido; hay un gastroenterólogo por cada 30.000 habitantes (en Canadá, 1 por cada 100.000); el número de máquinas que realizan resonancias magnéticas es de 7.000 (en España, unas 200), y el de máquinas que realizan tomografías computerizadas es de 7.300 (en España, unas 450).
Es evidente, por tanto, que estamos ante una medicina de elevada precisión y calidad, lo que, necesariamente, tiene que elevar los costes de la sanidad. ¿Pero por qué no eleva la esperanza de vida?
Si nos fijamos, la característica de esta premium medicine es que en buena medida se trata de una medicina preventiva que no tiene por qué afectar significativamente a la esperanza de vida. Si todos los estadounidenses recurren cada mes a un tratamiento para detectar el cáncer, los costes de la sanidad se dispararán, pero la esperanza de vida no aumentará de modo apreciable
Pongamos el siguiente ejemplo: tenemos una población de 100 personas con una esperanza de vida de 100 años. Diez de estas cien personas desarrollarán un cáncer que reducirá su vida a la mitad, 50 años. La esperanza de vida de esta población es de 95 años, y su gasto sanitario en prevenir el cáncer, cero.
Supongamos ahora que esta misma población decide someterse a un tratamiento mensual para detectar el cáncer que tiene unos costes anuales de 5.000 dólares por persona. En este caso, las diez personas que hubieran desarrollado el mal podrán combatirlo a tiempo, por lo que la esperanza de vida de la comunidad aumentará a 100 años, y su gasto sanitario total se elevará a 500.000 dólares.
En principio, podríamos decir que la segunda comunidad gasta mucho más que la primera y sólo logra un incremento de la esperanza de vida de cinco años por persona. La razón es simple: aunque los 100 individuos gastan para localizar el cáncer, sólo en 10 casos el tratamiento diagnostica la enfermedad y tiene utilidad curativa. Desde una perspectiva puramente socialista y centralista, las 90 personas que no habrían desarrollado cáncer y que gastan 5.000 dólares en detectarlo están despilfarrando el dinero; aun cuando no lo hubieran gastado, su duración de vida habría sido idéntica. Sin embargo, desde un punto de vista individual, el gasto de los 5.000 dólares no ha sido inútil, ya que ha reportado seguridad y confort a cada paciente.
La premium medicine opera de esta forma: en lugar de no hacer nada o recetar curas intuitivas que no aseguran al 100% la curación, trata de buscar las causas de la enfermedad concreta para ofrecer la cura adecuada.
Por ejemplo, si sufrimos tos tenemos tres opciones: no ir al médico y esperar a que se nos pase, ir al médico y que nos recete un bote de Romilar que cuesta poco más de dos euros o someternos a un costoso tratamiento para detectar si la tos es un síntoma de bronquitis. Las dos primeras vías son la espina dorsal de la sanidad europea, y, evidentemente, son las más baratos y económicas; la última es la premium medicine característica de los EEUU. La premium medicine no logra grandes diferencias en la esperanza de vida agregada, ya que en buena medida se verán contrarrestadas por otros factores mucho más decisivos, como la alimentación, el clima o los accidentes de tráfico.
En definitiva, el libro de Arnold Kling ilustra perfectamente por qué EEUU padece una crisis de abundancia: su cobertura sanitaria no tiene parangón en el mundo, y eso hay que pagarlo. Con todo, Kling no explica el punto clave en toda esta historia: ¿a qué se debe la exagerada difusión de la premium en EEUU? Una posibilidad sería pensar que los estadounidenses están, efectivamente, dispuestos a gastar todo ese dinero en sanidad; otra, explorar si existe algún tipo de perturbación en el comportamiento de los individuos.
Aunque Kling no lo explica –y esto le conduce a otros errores de análisis–, la difusión de la premium medicine en EEUU se debe esencialmente a la socialización de los costes de la medicina que ha propiciado el Gobierno desde Franklin Delano Roosevelt. Durante la II Guerra Mundial los salarios se congelaron, de modo que los empresarios que querían contratar trabajadores, en lugar de ofrecer sueldos más altos, trataban de atraerlos con coberturas sanitarias más caras; una vez finalizada la contienda, los sindicatos –gracias a sus privilegios en la negociación colectiva– consideraron el seguro médico una parte esencial del contrato laboral. Esto extendió el seguro a millones de estadounidenses, favoreciendo una socialización de los costes de la medicina.
La socialización de los costes es la mejor receta para que se disparen. Imaginemos que un grupo de 100 personas acude a un restaurante de lujo y decide que cada uno pagará una centésima parte de la cuenta, con independencia de lo que haya comido. Todo el mundo tenderá a pedirse los platos más caros, sabiendo que la mayor parte de los costes recaerá en las 99 personas restantes. En medicina ocurre lo mismo: la extrema socialización de los costes favorecida por un seguro cuasiobligatorio multiplica la velocidad de extensión de los procedimientos de alta tecnología. Todo el mundo quiere utilizar las últimas innovaciones y los medicamentos más caros, conscientes de que son otros quienes pagan la cuenta. Las primas de los seguros no dejan de aumentar, pero los empresarios son presa de un absurdo sistema de negociación colectiva que les impide declinar la cobertura del seguro para sus trabajadores.
En un sistema de sanidad socialista como el europeo este problema no existe: es el Gobierno quien elige cuánto dinero recauda de los contribuyentes y qué servicios les proporciona a cambio. La voluntad del consumidor no cuenta para nada. Eso sí, en lugar de precios o primas de seguro crecientes, los europeos sufrimos una calidad de servicios decrecientes. No pagamos más, pero sufrimos las listas de espera y el colapso sanitario. En lugar de competir mediante los precios, competimos mediante las colas.
Así mismo, debemos mencionar otra causa de los elevados costes de la sanidad estadounidense: la enorme litigación por negligencias. Los tribunales han llegado a considerar negligencia que un médico seleccionara el tratamiento adecuado para un cliente en función de su renta. Por ello, los facultativos han desarrollado lo que se conoce como "medicina defensiva", o, en palabras de George Reisman, "la práctica de prescribir pruebas y procedimientos no porque sean objetivamente necesarios dadas las circunstancias, sino sólo para proporcionarles una documentación que permita protegerles en caso de una ulterior demanda por negligencia". Se calcula que un tercio de los costes totales de la sanidad estadounidense se deben a esta medicina defensiva.
Este brutal incremento de los precios derivado de la socialización de la medicina provocan que el acceso a la sanidad sea en muchos casos prohibitivo cuando no se dispone de un empleo; de ahí que muchas estadísticas reflejen, por ejemplo, una relativamente alta mortandad infantil en EEUU (ya que muchos recién llegados carecen de seguro sanitario y les resulta imposible acceder a los hospitales). Las clases más bajas son las que padecen los efectos de la abundancia decretada por el Gobierno.
La socialización de la sanidad provoca una paradoja que muy pocos entienden: quienes se encuentran dentro del sistema obtienen una magnífica cobertura a costa de quienes están fuera. Es la lógica del intervencionismo: robar a unos para entregárselo a otros. La solución, de nuevo, no pasa por añadir más intervencionismo al sistema sanitario, sino regresar a uno basado por completo en el libre mercado. Un sistema donde los seguros sanitarios no se concedan de modo casi automático, donde las consultas ordinarias se paguen con cargo al ahorro, donde no existan licencias que restrinjan la libre oferta de facultativos, donde no se considere criminales a los médicos por prescribir un tratamiento en función de la disposición al pago del cliente y donde no existan programas gubernamentales tan costosos como Medicaid y Medicare.
Como dice Kling, EEUU sufre una crisis de abundancia, pero de abundancia de socialismo e intervencionismo. Padece tal crisis por haber abandonado los principios liberales sobre los que floreció y por los que se convirtió en el país más desarrollado del mundo.