De ahí al anticlericalismo salvaje, a la persecución del hombre creyente, del hombre eterno, hay sin duda alguna una larga distancia, que por desgracia nuestra época ha cubierto con extremada rapidez, a veces de modo cruel, como en la Alemania nazi y la URSS estalinista, por no citar las crueldades contra los cristianos en la España de la Segunda República y la Guerra Civil. Hoy, huelga decirlo, abundan en los medios de comunicación los modos despectivos, incultos y ofensivos, propios de gentes sin humor ni ironía, contra el creyente cristiano.
En todo caso, y esto es lo terrible desde el punto de vista intelectual, la persecución contra el cristiano es ejercida desde una supuesta superioridad moral. Los perseguidores viven instalados en unas consignas, unas falsas religiones, que brindan apoyo psicológico a su locura. La supuesta superioridad moral del pagano, o del ateo, o del agnóstico, sobre el creyente, es lo que este libro pone en cuestión de principio a fin; pero sin hacer sangre, y mira que tiene Chesterton oportunidades para rematar a sus adversarios, quienes, en su camino de destrucción del hombre eterno, paradójicamente han aportado a éste vías para asegurarse en su eternidad. Ésta no es, en mi opinión, una de las menores aportaciones de El hombre eterno a la cultura occidental contemporánea.
He aquí todo un magnífico vademécum, casi un diccionario piadoso al alcance de todo buen cristiano, para enfrentarse al pensamiento políticamente correcto de nuestro tiempo, que es el mismo que el que regía cuando Chesterton escribió estas páginas, en 1930. Digo "piadoso" porque Chesterton dignifica algunos tópicos de los críticos del cristianismo; se los toma en serio y entabla una discusión sincera, honrada y contundente con el credo del izquierdismo excluyente y totalitario, pero siempre políticamente correcto, que ataca al cristianismo, bien equiparándolo a otras religiones, bien sirviéndose de la frase de Marx "La religión es el opio del pueblo", bien diciendo que aquél no es "científico".
El enfrentamiento de Chesterton con esa mentalidad anticristiana nos trae un sabroso argumento: el cristiano que debate y se enfrenta racionalmente a ese argumentario ramplón pone en evidencia que el mucho o poco pensamiento que mantiene el anticristianismo, o peor, el paganismo, corre el peligro de convertirse en tópico, lugar común y falsedad si no es capaz de medirse a las objeciones del cristianismo, o sea, a las razones del pensador cristiano, del creyente, que utiliza todas sus capacidades, sus razones, sin ponerse jamás en el lugar de Dios.
Nunca juzga Chesterton a los hombres –ni sus argumentos– arguyendo que él está en posesión de la verdad, de una verdad ante la que sus interlocutores tienen que someterse. Nunca cae en dogmatismo alguno. Sencillamente, porque todo el libro es una grandiosa muestra de la lucha, del afán de un escritor por dar pruebas racionales de su fe.
Sí, sí: la fe del cristiano, lejos de darnos seguridades holgazanas, exige permanentemente la búsqueda de la razón. Chesterton da cuenta con sabiduría y pasión de una de las mayores originalidades del catolicismo frente a las demás religiones; a saber: hay una separación absoluta y radical entre el ámbito de la fe y el de la ciencia, el de la creencia y el de la razón. A la vez, postula, por decirlo en términos de Ortega, la una para la otra sin allanar violentamente su fecunda diferencia.
Este libro es toda una filosofía cristiana de la historia. Es toda una visión de conjunto. Es una recreación de la sensibilidad católica partiendo de los problemas del tiempo en que fue escrito. De nuestro tiempo.
Lejos de cualquier pretensión renovadora del cuerpo dogmático del catolicismo, estamos ante un cristiano que se acerca a la historia de la Humanidad partiendo del tiempo que le ha tocado vivir. Chesterton, como a su modo hicieron Scheler, Guardini, Przywara y otros católicos en el siglo XX, ha conseguido, sin pérdida alguna del tesoro tradicional, alumbrar, como diría el ateo Ortega, en nuestro propio fondo una predisposición católica que desconocíamos.