A su pluma se deben Estado y cultura, La resistencia silenciosa o La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, verdaderos islotes de luz entre la inopia general. No en vano, de la lectura de éstas y otras obras se desprende el dato, diríase que asombroso, de que el franquismo existió. Semejante insolencia, insisto, no es habitual entre los de su gremio, menos aún entre quienes, además de oficiar de ensayistas, profesan de socialdemócratas, como es el caso de Gracia. De esta percha, precisamente, cuelga El intelectual melancólico, un raudo y brillante alegato izquierdista hábilmente camuflado bajo la divisa de panfleto contra la amargura.
Con el sintagma intelectual melancólico, Gracia señala a una legión de colegas sin remangarse ni alargar el índice. No en vano, en el texto no hay más nombres que los de los clásicos que aderezan los ejemplos, una ocultación (o escamoteo) que propicia que cada una de sus certeras observaciones levanten un rumor de apellidos y, por qué no decirlo, más de una silente carcajada.
¿A qué autores endosa Gracia la melancolía? El periodista Matías Néspolo gritó Arcadi Espada. Agua. Uno de los rasgos primordiales del arquetipo que esboza el autor es el desprecio por las nuevas tecnologías, condición que, obviamente, no se amolda a quien alentó, dirigió y enterró el digital Factual. Por lo demás, Gracia y Espada comparten la certeza de que cualquier tiempo pasado fue peor; no así nuestro ignoto intelectual, que repudia el presente.
La criatura que describe Gracia, en efecto, no deja pasar ocasión de despreciar el siglo de internet, tan indocto y superficial, para ensalzar los días en que, a su modo de ver, todo era más auténtico; sobre todo, los polvos que ya no echa (el sobreentendido es mío; de hecho, una de las fallas del panfletillo tiene que ver con la ausencia, casi obscena, de meandros sexuales). El intelectual melancólico participó (o eso jura) del sesentayochismo, mas hoy reniega de cualquier conato de rebeldía, máxime de los conatos que aluden a su entumecimiento. No le faltan tribunas de prensa para desaguar su perplejidad ante la debacle de las humanidades, la simpleza abreviada de los sms o la moda de enseñar el tanga; no hay novedad que no le provoque una severa urticaria, que no le lleve a pontificar acerca de las bondades de un pasado tan mítico e ilusorio como el que fabulan los patriotas.
Su envarada producción periodística apenas tiene audiencia ni, por supuesto, influencia y, en lo que concierne a sus libros, hace ya años que sus ventas son testimoniales; tanto es así que su editor no ve el momento de apartarlo de su catálogo, si bien el afecto que le profesa desde que ambos militaran en el partido (el único probable) ha ido posponiendo la decisión. Lejos de considerar que el desinterés que rodea a sus obras se debe a que resultan impracticables de puro tediosas, ve en el desprecio del público una prueba más de la decadencia de Occidente, en una suerte de profecía autocumplida que oculta la cruda verdad, esto es, que no hay más decadencia que la suya propia.
En el pliego de acusaciones de Jordi Gracia, no obstante, hay una excrecencia que descuadra la imagen del intelectual y aun el panfleto mismo. Me refiero al hecho de endosar al intelectual el atributo de derechista; concretamente, el autor aloja a su arquetipo en lo que denomina "reaccionarismo posprogresista", una arbitrariedad que deja fuera de foco a los amargados de izquierdas, por mucho que la izquierda les designe con la palabra misántropos, más eufónica, menos... misantrópica. Por otra parte, el reaccionarismo de que habla Gracia no parece compatible con la inclinación del melancólico a abominar del progreso, pues, por lo común, han sido las derechas quienes han hecho gala del convencimiento de que cualquier tiempo pasado fue peor, de que, como reza la cita de Woody Allen que Gracia recoge en el último tramo de su obra, "los años 20 tuvieron cosas maravillosas, pero también dentistas sin novocaína". No es la derecha, en suma, quien maldice la civilización, sino esa socialdemocracia que, en su plasmación terrenal, confunde la extinción de una lengua minoritaria con la inminencia del fin del mundo.
Es éste el único lunar de una afinadísima rapsodia que parece escrita para ser declamada, pero sin por ello adolecer de afectación alguna. El verdadero triunfo de Gracia, no obstante, no se inscribe en la escritura estricta, sino en la suficiencia del lector complacido que, de pronto, al contemplarse en el espejo, asiste vacilante al despuntar de su primera arruga.
JORDI GRACIA: EL INTELECTUAL MELANCÓLICO. UN PANFLETO. Anagrama (Barcelona), 2011, 104 páginas.