El Jemad español –como sus colegas de los países de los que somos aliados– puede afirmar con rotundidad que contamos con las Fuerzas Armadas mejor equipadas y preparadas de nuestra historia, pero lo que no sabe, ni puede, explicar es por qué, a pesar de eso, no podemos vencer en ninguna de las guerras en las que nos vemos envueltos. Cierto, la Guerra Fría, esa simbólica Tercera Guerra Mundial, se libró de manera indirecta y se ganó, como suele decirse, sin llegar a disparar un tiro. Para echar a Sadam de Kuwait hubo que poner sobre el terreno medio millón de soldados americanos; pero no se le logró vencer, como supimos dramáticamente en los años posteriores, y siguió representando una amenaza para la paz mundial. En cuanto a los Balcanes, tras ignorar un reguero de atrocidades, se evitó el genocidio de los kosovares, sí, pero a duras penas y tras 72 largos y patéticos días de bombardeos de la OTAN sobre Serbia.
En los 90 no se obtuvo o produjo una victoria clara y aplastante en sitio alguno. Más bien, fue un tiempo de pérdida relativa de utilidad de la fuerza tal y como se concebía en las sociedades occidentales y era aplicada por los ejércitos de éstas. En ausencia de una reflexión profunda sobre la naturaleza del conflicto armado, el siglo XXI ha acentuado la inadecuación de nuestros ejércitos a las nuevas circunstancias: el gigante americano está empantanado en Irak después de derrocar finalmente a Sadam; la mayor maquinaria bélica de la historia, la OTAN, se muestra incapaz de controlar el país que actualmente ocupa, Afganistán; Israel, ese imbatible David, anda confuso tras librar una guerra contra Hizbolá en suelo libanés sin obtener resultados decisivos, como obtenía en el pasado.
¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Qué es lo que nos está ocurriendo? Hay varias explicaciones, como que las actuales son guerras que la población no entiende, que no se viven como esenciales: están muy distantes geográficamente y, por tanto, son más fáciles de arrumbar. Pero sin embargo se siguen librando: 9 años en Afganistán ya; 7 en Irak; 4 en el Líbano... Otra explicación, más técnica, pone el énfasis en la nueva faz del conflicto: "Estamos metidos en guerras asimétricas", se suele escuchar. Y es posible, pero eso no puede ser el único diagnóstico: al fin y al cabo, todo enemigo es un ser vivo inteligente que reacciona y actúa, normalmente, buscando nuestra sorpresa. El problema, no obstante, está cerca de esta explicación: la guerra, hoy, es distinta, pero nuestros ejércitos no saben adaptarse a las nuevas formas a tiempo. Este es el verdadero problema.
La obra que comentamos intenta explicarnos cómo ha evolucionado el conflicto armado y los rasgos de las nuevas formas de la guerra. Para ello comienza por enterrar la cultura clausewitziana, que sólo entiende la guerra como un enfrentamiento de ejércitos regulares que responden a la voluntad política de gobiernos estatales y racionales que tienen detrás el fervor popular. Hizbolá no es un Estado, aunque actúe como si lo fuera; Al Qaeda, evidentemente, es una red cada día más difusa; los talibán, un conglomerado descentralizado...
Que el enemigo sea un actor no estatal tiene profundas implicaciones. Por ejemplo, la tradicional distinción entre combatiente y civil se borra aceleradamente, y genera un sinfín de problemas legales. ¿Se debe aplicar la Convención de Ginebra? ¿Cómo justificar el asalto a individuos que no portan insignias, que se ocultan entre civiles vestidos de civil y que, en esas condiciones, perpetran espantosas matanzas de civiles? Las guerras de hoy en día son una fábrica de criminales de guerra, porque la Ley está totalmente desconectada de la realidad.
Estos combatientes irregulares se parecen bien poco a sus ancestros, da igual que uno se fije en los bóxers chinos o en los bóers sudafricanos. Para empezar, cuentan con un armamento muchísimo más sofisticado; y, algo más relevante, han dado repetidas muestras de ser imaginativos y capaces de proceder a adaptaciones tácticas con mucha más rapidez que los ejércitos que les combaten. Un solo ejemplo: para proteger a nuestros soldados en Afganistán, que todavía usan los viejos BMR, el Ministerio de Defensa encarga la adquisición de nuevos vehículos mejor dotados contra las minas. Tres años han tardado en desplegarse dichos vehículos; pero ahora la guerrilla cambia de táctica y, en lugar de atentar con minas, lo hace con IED laterales y, sobre todo, con APG: contra esto, los nuevos vehículos poco pueden hacer, salvo que se les instale a toda pastilla placas de blindaje en las que no se pensó cuando se encargaron. Pero es que cuando se haga, si es que se llega a hacer, la guerrilla volverá a cambiar de táctica... Es la sempiterna rivalidad entre el escudo y la espada. Cuanto más avanzan las defensas, más mejoran los ataques. La historia interminable.
En fin, en este libro, breve y conciso, pero altamente ilustrativo y esclarecedor, se subrayan muchos más aspectos y rasgos de las nuevas guerras. Y merece la pena leerlo con atención. Pero no puedo finalizar esta reseña sin resaltar una cosa más: es una sana envidia lo que me invade al ver no sólo esta obra, sino muchas otras como ella, en el país vecino. Y es que, a diferencia de lo que ocurre aquí, en Francia sí existe un verdadero pensamiento estratégico, estemos de acuerdo o no con sus postulados. Allí se piensa.
¿Y por qué se piensa en términos estratégicos en Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, pero no en Italia, Alemania o España? Se me ocurren dos razones: porque los primeros son países que 1) han recurrido al uso de sus fuerzas armadas con más frecuencia que el resto de los aliados –y, en muchas ocasiones, por pura decisión soberana– y 2) tienen bombas atómicas: la posesión de un arma tan destructora exige saber muy bien para qué se tiene y cómo, y cuándo, se debería usar.
Ahora que tenemos soldados en zonas lejanas –y aunque como país no estemos en guerra con nadie–, en zonas de guerra, estaría bien, o mejor, sería necesario, que nuestro pensamiento estratégico empezara a desarrollarse. Si no, nos pasará como al general francés Cann, que luego de que su base fuera atacada (Líbano, 1983) con un devastador atentado suicida dijo: "Acabo de perder a 61 de mis soldados, asesinados por nadie".
O entendemos la guerrilla global que tenemos enfrente, o ese será nuestro futuro. Invariablemente.
ARNAUD DE LA GRANDE y JEAN-MARC BALENCIE: LES GUERRES BÂTARDES. COMMENT L'OCCIDENT PERD LES BATAILLES DU XXIe SIÊCLE. Perrin (París), 2009, 184 páginas.
En los 90 no se obtuvo o produjo una victoria clara y aplastante en sitio alguno. Más bien, fue un tiempo de pérdida relativa de utilidad de la fuerza tal y como se concebía en las sociedades occidentales y era aplicada por los ejércitos de éstas. En ausencia de una reflexión profunda sobre la naturaleza del conflicto armado, el siglo XXI ha acentuado la inadecuación de nuestros ejércitos a las nuevas circunstancias: el gigante americano está empantanado en Irak después de derrocar finalmente a Sadam; la mayor maquinaria bélica de la historia, la OTAN, se muestra incapaz de controlar el país que actualmente ocupa, Afganistán; Israel, ese imbatible David, anda confuso tras librar una guerra contra Hizbolá en suelo libanés sin obtener resultados decisivos, como obtenía en el pasado.
¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Qué es lo que nos está ocurriendo? Hay varias explicaciones, como que las actuales son guerras que la población no entiende, que no se viven como esenciales: están muy distantes geográficamente y, por tanto, son más fáciles de arrumbar. Pero sin embargo se siguen librando: 9 años en Afganistán ya; 7 en Irak; 4 en el Líbano... Otra explicación, más técnica, pone el énfasis en la nueva faz del conflicto: "Estamos metidos en guerras asimétricas", se suele escuchar. Y es posible, pero eso no puede ser el único diagnóstico: al fin y al cabo, todo enemigo es un ser vivo inteligente que reacciona y actúa, normalmente, buscando nuestra sorpresa. El problema, no obstante, está cerca de esta explicación: la guerra, hoy, es distinta, pero nuestros ejércitos no saben adaptarse a las nuevas formas a tiempo. Este es el verdadero problema.
La obra que comentamos intenta explicarnos cómo ha evolucionado el conflicto armado y los rasgos de las nuevas formas de la guerra. Para ello comienza por enterrar la cultura clausewitziana, que sólo entiende la guerra como un enfrentamiento de ejércitos regulares que responden a la voluntad política de gobiernos estatales y racionales que tienen detrás el fervor popular. Hizbolá no es un Estado, aunque actúe como si lo fuera; Al Qaeda, evidentemente, es una red cada día más difusa; los talibán, un conglomerado descentralizado...
Que el enemigo sea un actor no estatal tiene profundas implicaciones. Por ejemplo, la tradicional distinción entre combatiente y civil se borra aceleradamente, y genera un sinfín de problemas legales. ¿Se debe aplicar la Convención de Ginebra? ¿Cómo justificar el asalto a individuos que no portan insignias, que se ocultan entre civiles vestidos de civil y que, en esas condiciones, perpetran espantosas matanzas de civiles? Las guerras de hoy en día son una fábrica de criminales de guerra, porque la Ley está totalmente desconectada de la realidad.
Estos combatientes irregulares se parecen bien poco a sus ancestros, da igual que uno se fije en los bóxers chinos o en los bóers sudafricanos. Para empezar, cuentan con un armamento muchísimo más sofisticado; y, algo más relevante, han dado repetidas muestras de ser imaginativos y capaces de proceder a adaptaciones tácticas con mucha más rapidez que los ejércitos que les combaten. Un solo ejemplo: para proteger a nuestros soldados en Afganistán, que todavía usan los viejos BMR, el Ministerio de Defensa encarga la adquisición de nuevos vehículos mejor dotados contra las minas. Tres años han tardado en desplegarse dichos vehículos; pero ahora la guerrilla cambia de táctica y, en lugar de atentar con minas, lo hace con IED laterales y, sobre todo, con APG: contra esto, los nuevos vehículos poco pueden hacer, salvo que se les instale a toda pastilla placas de blindaje en las que no se pensó cuando se encargaron. Pero es que cuando se haga, si es que se llega a hacer, la guerrilla volverá a cambiar de táctica... Es la sempiterna rivalidad entre el escudo y la espada. Cuanto más avanzan las defensas, más mejoran los ataques. La historia interminable.
En fin, en este libro, breve y conciso, pero altamente ilustrativo y esclarecedor, se subrayan muchos más aspectos y rasgos de las nuevas guerras. Y merece la pena leerlo con atención. Pero no puedo finalizar esta reseña sin resaltar una cosa más: es una sana envidia lo que me invade al ver no sólo esta obra, sino muchas otras como ella, en el país vecino. Y es que, a diferencia de lo que ocurre aquí, en Francia sí existe un verdadero pensamiento estratégico, estemos de acuerdo o no con sus postulados. Allí se piensa.
¿Y por qué se piensa en términos estratégicos en Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, pero no en Italia, Alemania o España? Se me ocurren dos razones: porque los primeros son países que 1) han recurrido al uso de sus fuerzas armadas con más frecuencia que el resto de los aliados –y, en muchas ocasiones, por pura decisión soberana– y 2) tienen bombas atómicas: la posesión de un arma tan destructora exige saber muy bien para qué se tiene y cómo, y cuándo, se debería usar.
Ahora que tenemos soldados en zonas lejanas –y aunque como país no estemos en guerra con nadie–, en zonas de guerra, estaría bien, o mejor, sería necesario, que nuestro pensamiento estratégico empezara a desarrollarse. Si no, nos pasará como al general francés Cann, que luego de que su base fuera atacada (Líbano, 1983) con un devastador atentado suicida dijo: "Acabo de perder a 61 de mis soldados, asesinados por nadie".
O entendemos la guerrilla global que tenemos enfrente, o ese será nuestro futuro. Invariablemente.
ARNAUD DE LA GRANDE y JEAN-MARC BALENCIE: LES GUERRES BÂTARDES. COMMENT L'OCCIDENT PERD LES BATAILLES DU XXIe SIÊCLE. Perrin (París), 2009, 184 páginas.