El Cultural publicó recientemente una lista de los mejores libros aparecidos en 2006. Entre ellos se contaba Sobrevivir después de Franco, de Cristina Palomares. También yo pienso que fue una de las mejores obras de no ficción de la pasada temporada, incluso de los últimos años. Le concedo tanta importancia no sólo por su contenido, también por el momento en que ha visto la luz.
El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero está embarcado en un cambio de régimen. Como el que pretende erigir necesita dotarse de una legitimidad histórica, Zapatero ha ido a buscarla a la II República. Esto supone vaciar de significación histórica y moral a la Transición, cuyo estudio merece hoy más atención que nunca.
La tesis de Cristina Palomares queda expresada con claridad en las primeras palabras del epílogo: "Los políticos moderados que formaban parte del régimen de Franco entre los años sesenta y setenta y que apoyaban la reforma política del sistema fueron un factor esencial para la transición democrática en España". El régimen escapó de una dura crisis económica y social gracias a la apertura económica de 1959, pero con ella se aceleró la modernización social y el desarrollo de la clase media, lo que suponía para aquél hacer frente a nuevos retos y dificultades.
La principal de éstas fue el creciente desencuentro entre el régimen, de carácter autoritario, y la sociedad. Las categorías políticas en que nació la dictadura habían quedado en gran medida obsoletas en la década de los 60. Sólo la lucha contra el comunismo mantenía su vigor, en plena Guerra Fría. Pero el progreso social y el deseo cada vez más irreprensible de vivir en una sociedad libre y normalizada imponían crecientes presiones a la dictadura.
La tentación inmovilista fue siempre muy poderosa. Pero la parte más avanzada del régimen, los sectores considerados "moderados" o "aperturistas", se daba perfecta cuenta de la situación. Tenía claro que, como escribe Palomares, "el proyecto del franquismo estaba, sin duda, ligado a Franco", y que la muerte del Caudillo iba a significar "la muerte del régimen".
Siendo muy joven, Franco abandonó su inicial propensión a la democracia y adoptó una visión muy negativa de la misma, alimentada por los acontecimientos de la fase final de la Restauración, interrumpida por Miguel Primo de Rivera, y especialmente por la II República. Pero los hombres más aperturistas de su régimen no tenían esa visión tan negativa, y consideraban aquélla una opción válida, acaso inevitable. De lo que se trataba era de conservar al menos parte del legado del régimen, evitar caer en los males que provocaron la Guerra Civil y, como reza el título del libro de Palomares, "sobrevivir después de Franco". Ésta es, al menos, la tesis central de la autora.
No es mera casualidad que los primeros movimientos para adaptar la dictadura a los cambios sociales tuvieran lugar en los 60. El objetivo era permitir una comunicación con la sociedad sin que una apertura "excesiva" llevara a una situación incontrolable. Puesto que no se podía plantear la creación de un partido político, un sector del franquismo abogó por que una nueva ley de asociaciones permitiera a los elementos más activos de la sociedad una participación controlada, con tolerancia ideológica pero no política, en los asuntos públicos.
La ley de 1964 apenas cambió la situación, lo que llevó a muchos, dice Palomares, "al uso de canales alternativos para la discusión de asuntos políticos, que incluían encuentros privados, publicaciones, grupos de estudio y clubes, sociedades mercantiles y asociaciones culturales".
El propio Franco parecía ser consciente de la necesidad de tener un mayor contacto con la gente, de ahí que declarara, con motivo de la promulgación de la Ley Orgánica del Estado (1967): "La exclusión de partidos políticos en manera alguna implica la exclusión del legítimo contraste de pareceres, del análisis crítico de las soluciones de gobierno". Los pobres instrumentos que toleró la dictadura para la discusión política fueron aprovechados en gran medida y permitieron un debate intenso, sólo parcialmente público, aunque no cerrado, sobre cuál debía ser el camino que había de tomar España.
Con la muerte de Franco y el acceso de Juan Carlos I a la Jefatura del Estado cobran gran relevancia los nombres de aquellos que más intensamente habían participado en los debates sobre la forma de reenganchar España a la Historia: el propio Juan Carlos I, Torcuato Fernández-Miranda, José María de Areilza, Manuel Fraga y el grupo Tácito. Ellos, partidarios de la transición "de la ley a la ley", tuvieron que vérselas con los defensores de la "ruptura", que pretendían asentar la democracia sobre bases completamente nuevas, o al menos completamente desvinculadas del régimen que agonizaba tras la muerte de Franco.
El triunfo de la "ruptura" habría dado al traste con la labor que los moderados y aperturistas habían ido acometiendo en los últimos años. Qué duda cabe de que el maximalismo de la "oposición democrática" forzó a los aperturistas a llegar, acaso, más lejos de lo que hubieran querido. El primer Gobierno de Adolfo Suárez no se planteó legalizar el Partido Comunista, por ejemplo.
Si hubiera que hacer una crítica a Sobrevivir después de Franco, no la dirigiría a la tesis central, bien expuesta, acotada y defendida, sino al hecho de que Palomares deje sin explicar el acontecimiento más sorprendente de la Transición, el famoso haraquiri de las Cortes franquistas. ¿Cómo se entiende que aquellos que salieron victoriosos de una guerra civil crudelísima tomaran mayoritariamente la decisión de desmantelar el régimen que habían erigido para dar paso a un cambio de semejante envergadura? Quizá la respuesta adecuada a este problema histórico quede para otra obra de la misma autora, o de quienes se sumen al esfuerzo por entender el verdadero origen de la democracia del 78.