Y, en esas fantasías filantrópicas, hay más que error, tragedia. "La guerra es un asunto tan peligroso que los errores debidos a la benevolencia son los peores de todos. El empleo máximo de la fuerza no es, de ningún modo, incompatible con el empleo simultáneo del intelecto. Si uno de los bandos utiliza la fuerza sin remordimiento y no se detiene ante el derramamiento de sangre, al tiempo que el otro se contiene, aquel bando obtendrá ventaja. Aquel bando obligará al otro a reaccionar, cada uno arrastrará al contrario a situaciones extremas, y los únicos factores limitativos serán las contrapartidas propias de la guerra... Introducir el principio de moderación en la teoría de la guerra siempre conduce al absurdo lógico".
Tiene ante sí Clausewitz un horizonte recién abierto: la Revolución Francesa. Y fija a su obra una tarea acorde: pensar la universalidad de ese mundo recién inaugurado. Tres nudos debieran ordenar su trama:
1) el trastrueque que el concepto mismo de guerra sufre bajo la emergencia del sujeto revolucionario, prolongado institucionalmente, en un ejército que no es ya sino "pueblo en armas";
2) la culminación necesaria de ese nuevo mundo en el despliegue napoleónico de lo que llama el modelo de la "guerra absoluta";
3) el pliegue de irregularidad que la "guerra defensiva popular" introduce en el absoluto napoleónico.
Está demasiado cerca en el tiempo para poder apresar el objeto de su análisis de un modo plenamente satisfactorio, Clausewitz. Y además muere joven. Vom Kriege es un cúmulo de ruinas deslumbrantes: las que forman ese cúmulo de borradores redactados entre 1815 y 1831, y sólo póstumamente editado. Dos anotaciones muy tardías nos dan idea del balance que hace el autor de su trabajo. La primera está fechada el 10 de julio de 1827:
"Considero los seis primeros libros, ya pasados a limpio, simplemente como una masa más bien informe, que, de nuevo, ha de ser revisada a fondo. La revisión deberá poner de manifiesto, de forma más clara, en todo momento, los dos tipos de guerra. Se clarificarán entonces todas las ideas, su orientación general resultará más nítida y su aplicación será pormenorizada.
La guerra puede ser de dos tipos, en cuanto que el objetivo es o bien derrotar al enemigo, dejándolo políticamente aniquilado o militarmente impotente, y, así, forzarlo a firmar la paz a cualquier precio; o bien solamente ocupar algunos de sus territorios fronterizos con el fin de anexionarlos o utilizarlos para negociar en las conversaciones de paz...
Esta distinción entre los dos tipos de guerra es algo que tiene que ver con la realidad. No menos realista es otro trascendente aspecto que debe quedar absolutamente claro, a saber, que la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios. Tener siempre presente este hecho facilitará sobremanera el estudio de la cuestión, pudiéndose analizar el conjunto con más facilidad. Aunque la aplicación principal de este punto de vista no se efectuará hasta el libro VIII, debe ser desarrollada ya en el libro I, e influirá igualmente en la revisión de los seis primeros libros...
Si una muerte precoz me impidiese terminar mi trabajo, lo que hasta ahora he escrito sólo merecería, desde luego, ser considerado como una masa informe de ideas. Sujeto a tergiversaciones, sería blanco de críticas apresuradas".
La segunda es de 1830:
"El libro VII, que es esbozado a grandes rasgos, iba a tratar del Ataque, y el libro VIII de los Planes de guerra, pretendiendo con ellos interesarme sobre todo por los aspectos políticos y humanos de la guerra. El primer capítulo del libro I es el único que considero acabado. Al menos, sirve para el conjunto, indicando la dirección que he pretendido seguir hasta el momento".
Su impulso inicial es hegeliano: si todo lo real es racional, ¿qué no sucederá con aquello en lo cual el destino de los hombres, sus vidas, individuales y colectivas, más irreversiblemente se juega? –"Me propongo considerar, en primer lugar, los diversos elementos de esta disciplina [la guerra], luego sus diversas partes o secciones y, por último, la totalidad de su estructura interna". Sólo, sin embargo, desde el esclarecimiento del todo será posible exponer las determinaciones lógicas de lo concreto, porque, "en la guerra, más que en ningún otro asunto, hemos de empezar por examinar la naturaleza del conjunto; en esto es más necesario que en ninguna otra cosa reflexionar al mismo tiempo sobre la parte y el todo".
La guerra es orden y cálculo: matemática, sobre la cual funda la conciencia moral sus brillantes palacios; porque "el arte de la guerra trata de la vida y de las fuerzas morales"; de la muerte, que trueca en moral –porque irreversible– cada acto humano. Y nada puede saberse de ella que no pase a través de una definición cuidadosa. Y de una depuración del embrollo humanitario, que contrapone paz y guerra. La paz es un acto de guerra: tal es la hipótesis más original del ensayo clausewitziano.
En su abordaje más formal, el modelo guerra es rarificación del modelo duelo: "Un duelo a mayor escala", escribe Clausewitz. Como el duelo, busca la guerra la reducción rápida del enemigo. La deposición de armas, en duelo como en guerra, es sólo definitiva cuando la derrota pone a uno de los contendientes en las manos del otro. "La guerra se compone de innumerables duelos, pero es posible formarse un cuadro del conjunto imaginando una pareja de luchadores. Cada uno de ellos intenta obligar al otro a hacer su voluntad; su objetivo inmediato es derrotar a su oponente, de modo que sea incapaz de continuar oponiendo ninguna resistencia".
A la analítica de las fuerzas en conflicto y de sus respectivas capacidades para someter o ser sometido se ajusta un arte de la guerra como "pulsación de violencia de fuerza variable y, por tanto, variable también en cuanto a la rapidez con la que estalla y descarga su energía". Violencia material, por supuesto, ya que "la fuerza moral carece de sentido fuera del Estado y de las leyes". Ajeno a valoración moral, el juego de la guerra se cifra en esto: potencia algorítmicamente modulada, sin otro propósito que el de "privar al enemigo de su poder, para reducirlo a componente del nuestro". Desarrollo, refinamiento, cultura, sabiduría, historia sólo multiplican la eficacia de la fuerza; su capacidad de muerte, por tanto. Un siglo antes que Freud, el tan antiutopista Clausewitz sabe que "el avance de la civilización no ha logrado alterar ni desviar la tendencia a destruir al enemigo, que es el núcleo de la idea misma de la guerra... La guerra es un acto de fuerza y la aplicación de esa fuerza no acepta ningún límite lógico".
Destruir al enemigo: eso es la guerra. ¿A qué llamamos destruir? ¿A qué, enemigo?
Destruir es desarmar, responde. No es decir mucho: en una ontología de la "colisión entre dos fuerzas activas", ¿cómo se desarma a una de ellas sin reducirla a nada? ¿Posee el vector de una composición de fuerzas realidad que sobreviva al trazado de la resultante? Y si, "mientras no haya derrotado a mi oponente, estoy obligado a temer que él pueda derrotarme a mí", ¿qué opción resolutoria hay, que no sea la aniquilación total del enemigo? En términos de física de la confrontación, ninguno. Por supuesto. "¿Por qué, sin embargo, el concepto teórico no se cumple en la práctica –no siempre, al menos–?".
La economía de la derrota es regulada por otro cálculo; el de la verdadera guerra: la paz, cuya administración de muerte ejerce la política. "La guerra es, así, un acto político… Si fuera una manifestación de violencia completa, desenfrenada y absoluta (como lo exigía su propio concepto), la guerra usurparía, por su propia voluntad autónoma, el lugar de la política, a partir del mismo momento en que la política la hubiera puesto en juego; expulsaría, a continuación, a la política de los ministerios y gobernaría mediante leyes propias de su naturaleza, igual que una mina que sólo pudiera estallar en la forma o la dirección predeterminadas por su colocación... La guerra avanza hacia sus objetivos a velocidades variables, pero siempre dura lo suficiente para que su influencia afecte al objetivo y para que su curso cambie de una u otra forma. En otras palabras: lo suficiente para permanecer sujeta a la acción de una inteligencia superior. Si tenemos en cuenta que la guerra surge de un propósito de orden político, es natural que la causa primera de su existencia continúe siendo la consideración suprema para dirigirla. Pero esto no significa que la finalidad política la tiranice. Debe adaptarse a sus medios elegidos, en un proceso que puede alterarla de manera radical; no obstante, la finalidad política sigue siendo la consideración primera. Por tanto, la política impregnará las operaciones militares y, en la medida en que lo admite su naturaleza violenta, ejercerá una influencia continua sobre ellas".
La forma absoluta de la guerra, que constituye el modelo mediante el cual analizar las determinaciones que rigen concretas limitaciones en cada guerra individualmente definida, es, para Clausewitz, fruto de las más crucial de las intervenciones políticas modernas: la guerra revolucionaria. "Cabría preguntarse si hay algo de verdad en nuestro concepto general del carácter absoluto de la guerra, si no fuera por el hecho de que hemos visto con nuestros propios ojos cómo la guerra alcanzaba este estado de perfección absoluta. Tras el breve período de la Revolución Francesa, Bonaparte la llevó rápida e implacablemente hasta ese punto. La guerra en sus manos se hacía sin tregua hasta que el enemigo sucumbía y los contragolpes se lanzaban casi con la misma energía. Seguramente es natural e inevitable que ese fenómeno nos haga volverla concepto puro de guerra, con todas sus rigurosas implicaciones".
El infinitesimal acercamiento de la realidad empírica al paradigma formal de la guerra absoluta –del exterminio, pues, sin límites del enemigo– rige la preocupación de Clausewitz por una estricta determinación política de lo militar. Su clave es la irrupción del sujeto nacional revolucionario. "En 1793 había aparecido una fuerza que superó todo lo imaginable. De repente, la guerra se convirtió en un asunto del pueblo, un pueblo formado por trescientos millones de personas que se consideraban a sí mismas ciudadanos... El pueblo se convirtió en un participante activo en la guerra; lo que se puso en la balanza no fueron los gobiernos y los ejércitos, como había sucedido hasta entonces, sino todo el peso de la nación... La guerra se aproximó a su verdadero carácter, a su perfección absoluta. Los recursos movilizados parecían no tener fin; todos los límites desaparecían en el vigor y entusiasmo demostrado por los gobiernos y sus súbditos. Dichos factores aumentaron, de manera importante, ese vigor: la enorme disponibilidad de recursos, el amplio abanico de oportunidades y la profundidad de un sentimiento que surgía de todas partes. El único objetivo de la guerra era derrotar al enemigo; hasta que éste no se postrase, no se consideraba posible parar e intentar reconciliar los intereses opuestos. La guerra, sin trabas de cualquier convencionalismo restrictivo, desató toda su furia elemental. Esto se debió a la participación que ahora tenían los pueblos en los grandes asuntos del Estado; y, a su vez, su participación fue consecuencia, en parte, del impacto que la Revolución tuvo en la situación interna de cada Estado".
La guerra moderna ha nacido. ¿O la política? Y, visiblemente desazonado por ese salto al absoluto, Clausewitz se pregunta: "¿Será siempre así el futuro?".
Carl von Clausewitz, De la guerra, Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, 776 páginas.