Posiblemente no sea consecuencia del cuidado que nuestras autoridades y medios de comunicación brindan a nuestra herramienta transmisora. Ni por el aprecio que la mayoría de usuarios tienen al mantenimiento de su lustre. Pero lo cierto es que, a pesar de todos los obstáculos que insistimos en ponerle, el español sigue siendo una lengua poderosa. En algunos ámbitos: el económico, el literario, más que en otros: el de la ciencia, sin ir más lejos.
Cuando se trata de producción científica, nuestro idioma no está, ni de lejos, a la altura de sus merecimientos. Para ser sinceros, el peso del español en la literatura científica y tecnológica internacional es prácticamente imperceptible. Para hacerse oír, para que sus trabajos tengan influencia y para entrar en las redes de conocimiento más importantes del planeta, nuestros investigadores están obligados a escribir en inglés.
Con los auspicios del Instituto Cervantes, siete científicos y filólogos patrios han decidido medir el verdadero grado de impacto de nuestra lengua en el panorama científico y buscar algunas estrategias para mejorar su capacidad de combate contra el todopoderoso inglés. El resultado de sus esfuerzos es este manual técnico que acaba de presentarse, y que ofrece unas interesantísimas reflexiones sobre el modo en el que las sociedades transmiten su saber más privilegiado.
El español. Lengua para la ciencia y la tecnología comienza con una fotografía realista del estado de la cultura científica en España, entendida ésta como el grado de formación de la ciudadanía en aspectos relacionados con la ciencia y las vías de transferencia preferidas para dicha formación. Algunos datos son preocupantes. Por ejemplo, éste: el 51 por 100 de los españoles sólo ha completado la primera etapa de la educación secundaria, frente al 29 por 100 de la OCDE. Esta falta de acceso a los niveles más elevados de alfabetización científica se refleja en el conocimiento de cuestiones básicos, como si la Tierra gira alrededor del Sol, si el oxígeno que respiramos procede de las plantas o si los seres humanos procedemos de especies animales anteriores.
Determinada la evidente carencia de alfabetización científica de nivel medio-alto, el siguiente paso es establecer el modo en que nuestra producción impacta en la sociedad española y en el panorama internacional. Para ello, se ha estudiado el influjo de las publicaciones científicas escritas en nuestro idioma (manifiestamente mejorable, dada la imbatible influencia del inglés y del francés), así como el nivel de penetración de los extranjerismos en las diferentes parcelas del saber autóctono. Aquí, de nuevo, el español sale malparado frente a idiomas más protegidos, como el francés y el alemán. El análisis filológico de nuestra habla especializada desvela que, por lo general, se confiere a la voz extranjera un valor de calidad, al considerársela más exacta. Sin embargo, una mirada en profundidad a algunos de los términos bárbaros que impregnan nuestra lengua desvela cuánto más apropiado y menos desviado de su valor semántico original puede ser el vocablo autóctono.
Es más, el español resulta ser un idioma más útil que el inglés para la transmisión de conocimientos complejos. ¿Por qué? Entre otras cosas, por su correspondencia casi total entre la grafía y la fonética, por su claridad fonética, por su simplificación vocal y porque las construcciones preposicionales ayudan a desentrañar términos muy complicados, producto de la fusión de varios vocablos científicos.
Este trabajo termina por ofrecer una conclusión esperanzadora: se puede actuar ahora para fomentar el uso de nuestro idioma en la literatura científica y técnica internacional; y se debe hacer, si queremos que en 2050 su peso demográfico y su peso científico se correspondan. Internet (en el que ocupamos un honroso tercer lugar) puede ser nuestro aliado. Aunque, sin duda, lo primero que debemos hacer es tener algo interesante que transmitir. En un país en el que todavía el 21 por 100 de los universitarios encuestados creen que el Sol gira alrededor de la Tierra y en el que las partidas presupuestarias para la ciencia básica empequeñecen, la aventura se antoja heroica.
VARIOS AUTORES: EL ESPAÑOL. LENGUA PARA LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA. Instituto Cervantes/Santillana (Madrid), 2009, 136 páginas.
Cuando se trata de producción científica, nuestro idioma no está, ni de lejos, a la altura de sus merecimientos. Para ser sinceros, el peso del español en la literatura científica y tecnológica internacional es prácticamente imperceptible. Para hacerse oír, para que sus trabajos tengan influencia y para entrar en las redes de conocimiento más importantes del planeta, nuestros investigadores están obligados a escribir en inglés.
Con los auspicios del Instituto Cervantes, siete científicos y filólogos patrios han decidido medir el verdadero grado de impacto de nuestra lengua en el panorama científico y buscar algunas estrategias para mejorar su capacidad de combate contra el todopoderoso inglés. El resultado de sus esfuerzos es este manual técnico que acaba de presentarse, y que ofrece unas interesantísimas reflexiones sobre el modo en el que las sociedades transmiten su saber más privilegiado.
El español. Lengua para la ciencia y la tecnología comienza con una fotografía realista del estado de la cultura científica en España, entendida ésta como el grado de formación de la ciudadanía en aspectos relacionados con la ciencia y las vías de transferencia preferidas para dicha formación. Algunos datos son preocupantes. Por ejemplo, éste: el 51 por 100 de los españoles sólo ha completado la primera etapa de la educación secundaria, frente al 29 por 100 de la OCDE. Esta falta de acceso a los niveles más elevados de alfabetización científica se refleja en el conocimiento de cuestiones básicos, como si la Tierra gira alrededor del Sol, si el oxígeno que respiramos procede de las plantas o si los seres humanos procedemos de especies animales anteriores.
Determinada la evidente carencia de alfabetización científica de nivel medio-alto, el siguiente paso es establecer el modo en que nuestra producción impacta en la sociedad española y en el panorama internacional. Para ello, se ha estudiado el influjo de las publicaciones científicas escritas en nuestro idioma (manifiestamente mejorable, dada la imbatible influencia del inglés y del francés), así como el nivel de penetración de los extranjerismos en las diferentes parcelas del saber autóctono. Aquí, de nuevo, el español sale malparado frente a idiomas más protegidos, como el francés y el alemán. El análisis filológico de nuestra habla especializada desvela que, por lo general, se confiere a la voz extranjera un valor de calidad, al considerársela más exacta. Sin embargo, una mirada en profundidad a algunos de los términos bárbaros que impregnan nuestra lengua desvela cuánto más apropiado y menos desviado de su valor semántico original puede ser el vocablo autóctono.
Es más, el español resulta ser un idioma más útil que el inglés para la transmisión de conocimientos complejos. ¿Por qué? Entre otras cosas, por su correspondencia casi total entre la grafía y la fonética, por su claridad fonética, por su simplificación vocal y porque las construcciones preposicionales ayudan a desentrañar términos muy complicados, producto de la fusión de varios vocablos científicos.
Este trabajo termina por ofrecer una conclusión esperanzadora: se puede actuar ahora para fomentar el uso de nuestro idioma en la literatura científica y técnica internacional; y se debe hacer, si queremos que en 2050 su peso demográfico y su peso científico se correspondan. Internet (en el que ocupamos un honroso tercer lugar) puede ser nuestro aliado. Aunque, sin duda, lo primero que debemos hacer es tener algo interesante que transmitir. En un país en el que todavía el 21 por 100 de los universitarios encuestados creen que el Sol gira alrededor de la Tierra y en el que las partidas presupuestarias para la ciencia básica empequeñecen, la aventura se antoja heroica.
VARIOS AUTORES: EL ESPAÑOL. LENGUA PARA LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA. Instituto Cervantes/Santillana (Madrid), 2009, 136 páginas.