La historia reciente de la diplomacia española gira en torno a un objetivo: el reconocimiento. Años de decadencia y aislamiento hicieron de la Transición y la Monarquía democrática la esperada oportunidad para volver a situar España en el mundo, logrando, por fin, el ansiado reconocimiento. Calvo Sotelo, González o Aznar aportaron lo suyo. Varias generaciones de diplomáticos participaron en este empeño, y en ese ambiente trabajó Arias.
Bajo los gobiernos del PP, Arias en Nueva York y Rupérez en Washington vivieron un hermoso espejismo, lo más parecido al sueño erótico que un diplomático español puede experimentar estando despierto: existían para los grandes, eran actores reconocidos, se les invitaba y escuchaba; sus opiniones contaban, y podían invitar a sus residencias a destacadas figuras con fundadas esperanzas de que aceptaran. Algo que nunca antes había ocurrido. Por fin España era fuerte tanto en Bruselas como en Washington.
Arias, a diferencia de Rupérez, participaba del antiamericanismo característico de nuestro cuerpo diplomático, siempre más preocupado por mantenerse en la ortodoxia europeísta y en estar a bien con el bloque árabe. Sin duda, el hecho más relevante de su etapa onusina fue el debate sobre Irak, que coincidió con la entrada de España en el Consejo de Seguridad.
Para entonces Arias ya llevaba más tiempo del normal en el destino, y cabía esperar su sustitución. Su fama de antinorteamericano, ganada a pulso, hacía aún más aconsejable el pronto relevo, para que quien llegara asumiera la cuestión iraquí desde el principio. Para sorpresa de muchos, Arias fue confirmado en el puesto. Él no lo entiende, quien escribe estas líneas tampoco, pero se le concedió la oportunidad de protagonizar uno de los momentos más interesantes que ha vivido la diplomacia española en las últimas décadas.
Parafraseando a José María Aznar, Arias tuvo la oportunidad de jugar en primera división. No hay duda de que fue una experiencia placentera, tanto como amarga ha sido la factura que sus antiguos amigos del Partido Socialista le han pasado.
Las memorias de Arias son un libro personal. No hay duda de quién lo ha escrito. Una prosa fácil y cheli corre a borbotones, inundando páginas con anécdotas, datos y citas. Las ganas de decir desbordan el guión, y pasa continuamente de un tema a otro para de nuevo tratar de recuperar el hilo conductor. No son muchas las novedades para el lector que siguiera con detalle aquella crisis, aunque resultan de mucho interés sus comentarios sobre la posición de los estados latinoamericanos y, en menor medida, árabes. Matiza bien la evolución de ciertos personajes clave, como Powell, Annan o Villepin.
Como ocurre con otros libros de memorias de diplomáticos españoles, la mayoría de generaciones precedentes, llama mucho la atención el hecho de que no hablen de diplomacia, salvo que entendamos por este término su componente táctico: reuniones, encuentros, entrevistas, conversaciones. Arias ha trabajado con todos los gobiernos de la democracia, pero en sus memorias no siente la necesidad de describir y valorar las líneas maestras de la acción exterior española: ¿cuáles fueron las aportaciones de González?, ¿cuáles las de Aznar?, ¿en qué medida el segundo continuó la labor del primero, y dónde le rectificó? El árbol no deja ver el bosque.
Arias se lamenta por el trato recibido de sus colegas y del Gobierno socialista. No creo equivocarme al afirmar que se sentía mucho más cerca de González que de Aznar. Pero el socialismo español entiende las lealtades de manera singular, a la siciliana. Otros diplomáticos más próximos a Ferraz, como Jorge Dezcallar, ocuparon puestos de enorme responsabilidad con Aznar pero no sufrieron el mismo castigo. Más aún, sus posteriores destinos bien pueden valorarse como premios. ¿Por qué uno sí y el otro no?
En cualquier caso, Chencho siempre podrá decir aquello de: "¡Que me quiten lo bailao!".