Aquel libro, publicado en septiembre de 1808 y que mostraba en la portada un puño dentro de un círculo adornado con un eslogan elocuente –"De la unión la fuerza"–, fue un auténtico superventas. Se tradujo al francés, al portugués y al inglés, y se pudo leer en países como México, Perú, Filipinas, Cuba y Estados Unidos.
Antonio de Capmany i Suris de Montpalau (Barcelona, 1742 - Cádiz, 1813) fue filólogo, historiador y diputado por el Principado de Cataluña en las Cortes de Cádiz. Desempeñó cargos en la Administración bajo Carlos III y Carlos IV, y fue miembro de la Academia de la Historia, así como de las de Bellas Artes de Barcelona y Sevilla. Escribió decenas de trabajos de las materias más variopintas, entre los que despunta su Filosofía de la elocuencia (1777). Sin embargo, la obra por la que se le conoce es ésta que hoy comentamos.
El título no es original. Capmany lo tomó de dos obras célebres en aquel entonces: Centinela contra judíos (1674), de Francisco de Torrejoncillo, y Centinela contra francmasones (1752), de fray Joseph Torrubia.
Centinela contra franceses es un resumen bien escrito de la propaganda bélica del momento. En sus páginas se encuentran la conocida tríada Religión, Patria, Rey –omnipresente en la literatura de la Guerra–, las diatribas habituales contra Godoy, la francofobia y las comparaciones de Napoleón con demonios y animales dañinos. Lo más interesante es la carta que Capmany dirigió a Godoy el 12 de noviembre de 1806, en la que le exhorta a infundir patriotismo en la opinión española generando orgullo por la cultura, el idioma, las costumbres y las leyes propias. Pero no fue Godoy, claro, el promotor del espíritu nacional, sino que, a su entender, ese papel parecía destinado en 1808 a la guerra contra el francés.
El estudio introductorio merece una mención aparte. El principal propósito de su autor, Jesús Laínz, es mostrar el carácter nacionalista español de Capmany y denunciar la tergiversación o invención histórica perpetrada por el catalanismo. Centinela contra franceses sería, precisamente, el máximo exponente del españolismo de Capmany. Laínz repasa con acierto algunas de las más importantes cuestiones que el autor catalán señaló en esta obra. No obstante, y sin restar un ápice de valor al estudio de Laínz, sí es necesario matizar algunas cosas y apuntar otras, ausentes en él.
Una de esas ausencias tiene que ver con la ambigüedad con que Capmany utilizaba el concepto de nación. Y es que lo empleó para hablar de la española... y de otras naciones españolas. De hecho, en Centinela habla de la "gran Nación" española como suma de las "pequeñas naciones" de "aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos, etc." (pp. 134-135). Capmany entendió la nación como una unidad de voluntades, leyes, costumbres e idioma transmitida de generación en generación, pero no concretó ninguno de estos cuatro términos.
La confusión que hoy podríamos achacarle tiene que ver con el momento en el que escribe Centinela, es decir, en plena época romántica. Y claro, Capmany, como antiguo austracista, vivió entre el romanticismo revolucionario –que era entonces el de la nación española como nación de ciudadanos– y el tradicionalista –el de las naciones identificadas con los reinos medievales peninsulares.
Las contradicciones fueron la gran debilidad de Capmany. Unas veces le llevaban a ellas su labor propagandística, otras su ego, y muchas sus odios. En el Cádiz de las Cortes atacó a los liberales descalificando personal y políticamente, por escrito y de palabra, a uno de sus líderes, Manuel José Quintana. Capmany, quizá sin querer, se convirtió así en instrumento de los reaccionarios, que querían la división y perdición de los constitucionales.
Capmany atacaba la idea de nación y libertad de Quintana, al que, como ya habían hecho los reaccionarios, llamó "filósofo" y "jacobino" de estilo "anfibio" y con "vocabulario francés".
También los silencios de Capmany son importantes y significativos. No hay aquí una sola crítica a Carlos IV. Este olvido fue propio de la época y de la guerra de propaganda: en comparación con lo Bonaparte, todo lo Borbón era bueno. La crítica se centra en Godoy, cuya descalificación es más personal que política; como si el rey que le sostenía y aplaudía no existiera.
Por lo que hace a "la filosofía", Capmany, un ilustrado, la despreciaba como si fuera un producto exclusivamente francés; decía que había contaminado a la juventud y que, a veces, "la civilización (...) mata a las naciones" (p. 137). Esta actitud reaccionaria, tan propia del XVIII, se compadece muy mal con su apoyo a la Constitución de 1812.
Como bien indica Laínz, el valor de Centinela contra franceses está en que es un compendio impagable de la propaganda patriótica de 1808. Es un tratado, si se quiere llamar así, sobre el sentimiento de pertenencia nacional, pero no un análisis de las raíces históricas y culturales de la nación, ni la formulación de proyecto alguno. Políticamente no va más allá de reivindicar la independencia como condición para que los españoles tengan su propio régimen; pero esto no significaba casi nada con la revolución de 1808 en marcha, que culminó en la Constitución de 1812. Es más, en la segunda parte del libro, publicada en 1809, Capmany renuncia expresamente a seguir el juego de los "ociosos" que emplean su tiempo en pensar y escribir sobre "el mejor gobierno" (pp. 141-142).
Centinela contra franceses llamaba, por tanto, a los sentimientos, no a la razón; eso es, precisamente, lo que distingue a un texto de propaganda de un ensayo teórico. A un libro de este tipo no hay que pedirle nada más que eficacia a la hora de movilizar; en este caso, a los invadidos contra el invasor. Pues bien: cumplió con creces su misión.