El país vecino fue un referente tanto para los liberalconservadores como para los progresistas y los republicanos. Pero fue sobre todo entre estos últimos donde la sombra revolucionaria francesa fue más alargada.
Mitificada la etapa jacobina por su supuesto carácter popular y regenerador, el grueso del republicanismo español pensó que los obstáculos con que se encontraba la libertad sólo podían ser demolidos por la violencia, verbal o física. No era un mito útil –ninguno lo es–, sobre todo para la circunstancia española del XIX, donde el jacobinismo era visto poco más o menos como el Infierno en la Tierra. Algunos republicanos intentaron inculcar en su grupo y en la sociedad española la idea de que la República era una forma de gobierno que aseguraría mejor los derechos individuales que la Monarquía, al asentarlos en la democracia. Es decir, que ser republicano era ser demócrata, y viceversa, y que la República no era sinónimo de socialismo o de liquidación social.
El problema de aquellos hombres eran sus compañeros de viaje.
Emilio Castelar fue uno de esos republicanos. Liberal en lo político y en lo económico, conservador en lo social, enormemente individualista, predicador en el desierto, acabó desengañado con el republicanismo del Sexenio Revolucionario (1868-1874).
En un partido dedicado a la propaganda, era lógico que un gran orador como él resaltase; pero también tomó la pluma para escribir, casi de forma compulsiva y hasta el final de sus días. Sus obras son en gran medida recopilaciones de artículos y discursos. Le faltan un gran libro de pensamiento y otro de historia, sobre todo si se tiene en cuenta la importancia que daba a la filosofía histórica. A pesar del impacto que tuvo en su día, La fórmula del progreso (1858) no figura entre lo más selecto de la historia de las ideas del XIX. Tampoco alumbró obras históricas fruto de una investigación o que supusieran un antes y un después, como sí hizo Cánovas (con La Casa de Austria). En conclusión: Castelar fue un gran observador y un agudo analista de la política de su tiempo, cuyos acontecimientos intentó encajar en una interpretación más o menos hegeliana de la Historia.
El resultado fueron unos buenos prólogos a libros de otros y unos artículos largos que aún son útiles para quien quiera encontrar otra visión de la política del Ochocientos. Entre los primeros se cuenta la introducción que, con el título de "Juicio crítico de la revolución y de sus hombres", escribió para la Historia de la revolución francesa de Adolphe Thiers; una introducción que ha rescatado Urgoiti Editores, con un estudio preliminar de Francisco Villacorta Baños, catedrático de Historia Contemporánea y miembro del Instituto de Historia del CSIC.
El estilo de Castelar, que fue catedrático de Historia, era el típico de la época: romántico e idealista, muy narrativo, ampuloso y recargado de adjetivos. En cuanto al sentido que daba a la Revolución Francesa, adolece del mismo mal que padecieron muchos liberales del siglo XIX: al tiempo que repudiaba la violencia que había acompañado a la puesta en práctica de los principios republicanos, no dejaba de soñar con que sucediera algo parecido en España. Por otro lado, participaba de aquel nacionalismo español del Ochocientos que comprendía el repudio al francés... a la vez que tenía al Hexágono como "lábaro de la civilización". Todas estas incoherencias, que compartía con los demás republicanos –y con tantos otros–, explican la dificultad que entraña el estudio de este movimiento del XIX.
De la Francia de lo años 1789-1799 admiraba el papel de los filósofos, la propagación del republicanismo, la Ilustración y las ideas democráticas, así como el ejercicio de los derechos individuales; en definitiva, el espíritu revolucionario. Es más: encajaba perfectamente con su sentido hegeliano de la Historia: era el paso lógico que ponía fin a un sistema agotado, el del Antiguo Régimen. Leyó a Michelet, a Quinet y a Lamartine, su favorito, del que escribió en 1893:
Mitificada la etapa jacobina por su supuesto carácter popular y regenerador, el grueso del republicanismo español pensó que los obstáculos con que se encontraba la libertad sólo podían ser demolidos por la violencia, verbal o física. No era un mito útil –ninguno lo es–, sobre todo para la circunstancia española del XIX, donde el jacobinismo era visto poco más o menos como el Infierno en la Tierra. Algunos republicanos intentaron inculcar en su grupo y en la sociedad española la idea de que la República era una forma de gobierno que aseguraría mejor los derechos individuales que la Monarquía, al asentarlos en la democracia. Es decir, que ser republicano era ser demócrata, y viceversa, y que la República no era sinónimo de socialismo o de liquidación social.
El problema de aquellos hombres eran sus compañeros de viaje.
Emilio Castelar fue uno de esos republicanos. Liberal en lo político y en lo económico, conservador en lo social, enormemente individualista, predicador en el desierto, acabó desengañado con el republicanismo del Sexenio Revolucionario (1868-1874).
En un partido dedicado a la propaganda, era lógico que un gran orador como él resaltase; pero también tomó la pluma para escribir, casi de forma compulsiva y hasta el final de sus días. Sus obras son en gran medida recopilaciones de artículos y discursos. Le faltan un gran libro de pensamiento y otro de historia, sobre todo si se tiene en cuenta la importancia que daba a la filosofía histórica. A pesar del impacto que tuvo en su día, La fórmula del progreso (1858) no figura entre lo más selecto de la historia de las ideas del XIX. Tampoco alumbró obras históricas fruto de una investigación o que supusieran un antes y un después, como sí hizo Cánovas (con La Casa de Austria). En conclusión: Castelar fue un gran observador y un agudo analista de la política de su tiempo, cuyos acontecimientos intentó encajar en una interpretación más o menos hegeliana de la Historia.
El resultado fueron unos buenos prólogos a libros de otros y unos artículos largos que aún son útiles para quien quiera encontrar otra visión de la política del Ochocientos. Entre los primeros se cuenta la introducción que, con el título de "Juicio crítico de la revolución y de sus hombres", escribió para la Historia de la revolución francesa de Adolphe Thiers; una introducción que ha rescatado Urgoiti Editores, con un estudio preliminar de Francisco Villacorta Baños, catedrático de Historia Contemporánea y miembro del Instituto de Historia del CSIC.
El estilo de Castelar, que fue catedrático de Historia, era el típico de la época: romántico e idealista, muy narrativo, ampuloso y recargado de adjetivos. En cuanto al sentido que daba a la Revolución Francesa, adolece del mismo mal que padecieron muchos liberales del siglo XIX: al tiempo que repudiaba la violencia que había acompañado a la puesta en práctica de los principios republicanos, no dejaba de soñar con que sucediera algo parecido en España. Por otro lado, participaba de aquel nacionalismo español del Ochocientos que comprendía el repudio al francés... a la vez que tenía al Hexágono como "lábaro de la civilización". Todas estas incoherencias, que compartía con los demás republicanos –y con tantos otros–, explican la dificultad que entraña el estudio de este movimiento del XIX.
De la Francia de lo años 1789-1799 admiraba el papel de los filósofos, la propagación del republicanismo, la Ilustración y las ideas democráticas, así como el ejercicio de los derechos individuales; en definitiva, el espíritu revolucionario. Es más: encajaba perfectamente con su sentido hegeliano de la Historia: era el paso lógico que ponía fin a un sistema agotado, el del Antiguo Régimen. Leyó a Michelet, a Quinet y a Lamartine, su favorito, del que escribió en 1893:
Después de haber leído la historia del hecho capital de nuestra era, la Revolución Francesa, por Lamartine, os entran, como a Francia le entraron, tentaciones de hacer otra revolución más; después de haber leído la historia del mismo hecho por Taine, tentaciones os entran de meteros a yoguis de la India o monjes de la Trapa, dejando rodar el universo bajo la pesadumbre de una irremediable fatalidad.
Entonces, ¿por qué prologó a Thiers y no a Lamartine? Porque cuando escribió el prólogo, en 1879, se sentía identificado con el primero, un doctrinario monárquico, un conservador que levantó la III República por considerarla la forma de gobierno que, en 1870, menos separaba a los franceses. Para nuestro compatriota se convirtió en un ejemplo, al que quiso emular desde la Presidencia de la I República (1873), cuando intentó defender el imperio de la ley ante los ataques carlistas y cantonalistas y mostrar a la sociedad que la República era posible si se basaba en el orden y en la conciliación de los partidos liberales. El resultado fue muy otro, como es sabido.
Francisco Villacorta quiere presentar a Castelar desde presupuestos no políticos, sino culturales; de ahí que las explicaciones sobre su "poética y dramática de la historia" sean de enorme interés. También es muy sugerente la caracterización del método historiográfico del prócer, que Villacorta considera acumulativo, progresivo, narrativo y dialéctico, con unos elementos culturales y filosóficos "muy actuales" (p. CXV).
Si bien la reconstrucción intelectual del personaje es buena, la introducción adolece de algunas carencias. A mi juicio, y sin ánimo de polemizar, no creo que sea posible separar la vida política de Castelar de su pensamiento y su obra. Al Sexenio Revolucionario, que marcó decisivamente a Castelar y a toda su generación, Villacorta le dedica dos páginas y siete líneas. De esta manera, quedan sin explicación ni mención episodios trascendentales para entender la trayectoria vital e intelectual del biografiado. En este sentido, Villacorta confunde el federalismo de la época y el de la Constitución de 1873, obra de Castelar. El primero era pactista, pimargalliano; nada tenía que ver con los antiguos reinos medievales o modernos, y es el que se reveló cantonal durante la República. En el discurso cantonal había una referencia a los antiguos reinos (todo discurso político busca un anclaje histórico, aunque no sea cierto), pero sin respaldo doctrinal o histórico. Se trataba de una reconstrucción interesada e inventada por unos republicanos que reclamaban la vuelta de unos reinos (qué paradoja) sin el menor rigor histórico.
¿A qué etapa histórica se referían los federales del Sexenio? ¿A cuando el Reino de Aragón comprendía también Cataluña, Valencia y Baleares, además de Nápoles y alguna plaza europea más? ¿Y cuál era su Andalucía, la del siglo XI, la del XIII o la del XIV? La diferencia es crucial, porque hablamos de 27 taifas en el XI, cuatro reinos musulmanes en el XIII y tan sólo uno, el de Granada, en el XIV. ¿Era al reino de Granada al que se referían los federales, a los cuatro reinos o a las taifas? No se sabe. Y sobre Castilla, ¿con cuál se quedaban? ¿Acaso se remontaban a 1065, cuando el condado pasó a ser reino? ¿O a la de Fernando III? ¿A la de los Trastámara? ¿A la que se extendía desde Santander hasta Murcia? Tampoco se sabe, porque los federales del Sexenio nunca lo dijeron. Y, ya puestos, ¿los republicanos querían la resurrección de las antiguas leyes e instituciones de los reinos, volver a una ciudadanía medieval? No lo concretaron jamás: su discurso histórico no era científico, sino instrumental y demagógico, pensado para la movilización. Esto no debería sorprender a un solo historiador.
En el federalismo de la Constitución de 1873, elaborada por Castelar, no hay referencia histórica alguna: hace una distribución territorial que no está basada en los antiguos reinos, sino en la división militar de 1841 sobre la provincial de 1833. Una simple comparación entre los mapas saca de dudas. Pi y Margall fue el que se dio cuenta del galimatías federal en su argumentación histórica, y escribió, ya en 1876, Las nacionalidades.
Es éste un buen libro, pues el interesante texto de Castelar facilita el entendimiento del republicanismo español a través de su interpretación de la Revolución Francesa. Además, cuenta con brillantes anotaciones del editor que ayudan mucho a la comprensión, y una introducción que ilumina la faceta intelectual de aquel republicano.
EMILIO CASTELAR Y RIPOLL: HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA. Urgoiti Editores (Pamplona), 2009, 300 páginas. Prólogo de Francisco Villacorta Baños.
Francisco Villacorta quiere presentar a Castelar desde presupuestos no políticos, sino culturales; de ahí que las explicaciones sobre su "poética y dramática de la historia" sean de enorme interés. También es muy sugerente la caracterización del método historiográfico del prócer, que Villacorta considera acumulativo, progresivo, narrativo y dialéctico, con unos elementos culturales y filosóficos "muy actuales" (p. CXV).
Si bien la reconstrucción intelectual del personaje es buena, la introducción adolece de algunas carencias. A mi juicio, y sin ánimo de polemizar, no creo que sea posible separar la vida política de Castelar de su pensamiento y su obra. Al Sexenio Revolucionario, que marcó decisivamente a Castelar y a toda su generación, Villacorta le dedica dos páginas y siete líneas. De esta manera, quedan sin explicación ni mención episodios trascendentales para entender la trayectoria vital e intelectual del biografiado. En este sentido, Villacorta confunde el federalismo de la época y el de la Constitución de 1873, obra de Castelar. El primero era pactista, pimargalliano; nada tenía que ver con los antiguos reinos medievales o modernos, y es el que se reveló cantonal durante la República. En el discurso cantonal había una referencia a los antiguos reinos (todo discurso político busca un anclaje histórico, aunque no sea cierto), pero sin respaldo doctrinal o histórico. Se trataba de una reconstrucción interesada e inventada por unos republicanos que reclamaban la vuelta de unos reinos (qué paradoja) sin el menor rigor histórico.
¿A qué etapa histórica se referían los federales del Sexenio? ¿A cuando el Reino de Aragón comprendía también Cataluña, Valencia y Baleares, además de Nápoles y alguna plaza europea más? ¿Y cuál era su Andalucía, la del siglo XI, la del XIII o la del XIV? La diferencia es crucial, porque hablamos de 27 taifas en el XI, cuatro reinos musulmanes en el XIII y tan sólo uno, el de Granada, en el XIV. ¿Era al reino de Granada al que se referían los federales, a los cuatro reinos o a las taifas? No se sabe. Y sobre Castilla, ¿con cuál se quedaban? ¿Acaso se remontaban a 1065, cuando el condado pasó a ser reino? ¿O a la de Fernando III? ¿A la de los Trastámara? ¿A la que se extendía desde Santander hasta Murcia? Tampoco se sabe, porque los federales del Sexenio nunca lo dijeron. Y, ya puestos, ¿los republicanos querían la resurrección de las antiguas leyes e instituciones de los reinos, volver a una ciudadanía medieval? No lo concretaron jamás: su discurso histórico no era científico, sino instrumental y demagógico, pensado para la movilización. Esto no debería sorprender a un solo historiador.
En el federalismo de la Constitución de 1873, elaborada por Castelar, no hay referencia histórica alguna: hace una distribución territorial que no está basada en los antiguos reinos, sino en la división militar de 1841 sobre la provincial de 1833. Una simple comparación entre los mapas saca de dudas. Pi y Margall fue el que se dio cuenta del galimatías federal en su argumentación histórica, y escribió, ya en 1876, Las nacionalidades.
Es éste un buen libro, pues el interesante texto de Castelar facilita el entendimiento del republicanismo español a través de su interpretación de la Revolución Francesa. Además, cuenta con brillantes anotaciones del editor que ayudan mucho a la comprensión, y una introducción que ilumina la faceta intelectual de aquel republicano.
EMILIO CASTELAR Y RIPOLL: HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA. Urgoiti Editores (Pamplona), 2009, 300 páginas. Prólogo de Francisco Villacorta Baños.