Aquellos liberales de 1812 mostraron que, cuando el Estado entra en crisis, la sociedad civil puede conducir a la nación. Pues ¿de dónde surgieron hombres como Argüelles, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa o el conde de Toreno, que dieron cuerpo constitucional a la nación y cambiaron la historia?
Toreno creía que era su deber impedir que en el futuro la nación española volviese a estar "a merced de la arbitrariedad de un ministro, de un valido, de un rey débil o disipado, sin apoyo, sin constitución, ni libertad, sujeta y esclava". Por eso es gratificante leer la biografía escrita por Joaquín Valera Suanzes-Carpegna sobre aquél, porque las preocupaciones e ideas de nuestros primeros liberales siguen vigentes.
Los liberales del 12 defendían la libertad y la igualdad como pilares del régimen español, porque, como dijo Toreno, la "sociedad sólo se compone de individuos, no de cuerpos" (pág. 67). Ni es nación de naciones, pues la nación es "sola y única", y el federalismo, decía, "acabaría por constituir estados separados" (pág. 64). Y frente a aquellos liberales estaban los realistas, o serviles, esos reaccionarios que defendían los privilegios personales y territoriales.
Detrás de esos discursos existía todo un corpus doctrinal, un pensamiento, un proyecto para España. Los políticos liberales del siglo XIX tenían, en general, sí, una biografía intelectual. La comparación con la actualidad es insultante. Joaquín Varela, el autor de esta estimulante obra, no puede evitar quejarse de esta realidad: Toreno, "una cabeza muy bien ordenada, culto, más incluso de lo que solían serlo los políticos de su tiempo, en este extremo tan distintos de los actuales" (pág. 20).
El propósito del libro de Varela es, pues, la biografía intelectual de un hombre, Toreno, para mostrar la evolución del liberalismo hacia planteamientos más pragmáticos y conservadores. Varela narra la trayectoria de José María Queipo de Llano, séptimo conde de Toreno (1786-1843), diputado en Cádiz, exiliado en Francia, representante de España en Berlín, procurador en Cortes en 1834, ministro de Hacienda y presidente del Gobierno en 1835.
A pesar de esto, el personaje se diluye en aquellas épocas en que no existe apenas información sobre él, lo que Varela compensa con historia política e intelectual del periodo. La maduración de su liberalismo está, no obstante, bien contada. En este sentido, Varela analiza cómo los liberales, incluidos los avanzados, llegaron a considerar, ya en el Trienio Liberal, que la Constitución de 1812 no era un texto viable. Tan sólo era útil como símbolo de la lucha por la libertad y para la movilización de la minoría popular liberal.
La composición de la sociedad española y la fortaleza de los reaccionarios hacían obligatorio que la libertad tuviera sus garantías constitucionales. No olvidaban los liberales que, después de una enconada campaña electoral, las elecciones de 1813 las ganaron los serviles. Durante el Trienio Liberal, como indica Varela, los constantes conflictos entre el rey y sus ministros, y entre el Gobierno y las Cortes, hicieron que buena parte de los liberales españoles se distanciara del modelo doceañista. Buscaron entonces uno "más eficaz para edificar el Estado constitucional, y más acorde a la vez con los nuevos vientos que soplaban en Europa" (pág. 115). Nuestros liberales asimilaron el constitucionalismo británico y el doctrinarismo francés, deseando encontrar las fórmulas institucionales que aseguraran la libertad con orden.
La nueva España necesitaba una reflexión, y el conde de Toreno, convencido de ello, escribió entre 1827 y 1837 Historia del Levantamiento, Guerra y Revolución en España, que fue traducida a las más importantes lenguas de Europa. Se trata de un estudio, aún básico para comprender lo que sucedió entre 1808 y 1814, donde se hallan algunas de las bases del pensamiento liberal conservador. Toreno hablaba de la importancia del ejercicio de la soberanía más que de su origen, de gobiernos parlamentarios, del bicameralismo, de la consolidación de una clase política con experiencia y formación, de la alianza con la Corona, o de la disconformidad con la autonomía local.
No obstante, hubiera sido deseable que Joaquín Varela contara la actitud de los progresistas, incapaces de aceptar la transición al Estado constitucional a través del Estatuto Real, que era el objetivo declarado de ese texto. Los progresistas comenzaron su asedio al régimen con una revolución, en 1835, en plena guerra civil contra el absolutismo, y terminaron en el golpe de estado de La Granja, en agosto de 1836, encañonando a la regente María Cristina para que restableciera la Constitución de 1812 y nombrara un Gobierno progresista. Y todo ello después de haber perdido las elecciones de febrero de 1836. Todo un ejemplo, cuyas consecuencias fueron nefastas para la convivencia entre los partidos y las relaciones de la Corona con los progresistas.
Asediado por los revolucionarios, inmerso en un nunca aclarado caso de corrupción con la banca Rothschild, consciente de las dificultades para el establecimiento de la libertad en la España de la primera mitad del XIX, Toreno mostró, en opinión de Varela, ser un "estadista más que un hombre de partido" (pág. 232).