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UN NIÑO AFORTUNADO, DE THOMAS BUERGENTHAL

Audaces fortuna iuvat

Es una buena noticia, y como el panorama editorial español no acostumbra prodigarlas, razón de más para alegrarse: el libro de memorias de Thomas Buergenthal, Un niño afortunado, ha agotado su primera edición en menos de dos meses. Como resulta, además, que España no es un país en el que sea habitual la publicación de análisis históricos o testimonios sobre la Shoá, la noticia quizás –ojalá– apunte a una inflexión en la sensibilidad de los lectores autóctonos.

Es una buena noticia, y como el panorama editorial español no acostumbra prodigarlas, razón de más para alegrarse: el libro de memorias de Thomas Buergenthal, Un niño afortunado, ha agotado su primera edición en menos de dos meses. Como resulta, además, que España no es un país en el que sea habitual la publicación de análisis históricos o testimonios sobre la Shoá, la noticia quizás –ojalá– apunte a una inflexión en la sensibilidad de los lectores autóctonos.
Buergenthal se decidió a escribir sus memorias tras fallecer su madre, en 1991. No casualmente, ya que ésta ha sido la figura más determinante en su vida, al punto de justificar aun el título del libro. Pero no adelantemos acontecimientos. El caso es que hasta 1991 el autor no sintió necesidad alguna de volver sobre su pasado para recuperarlo y compartirlo con otros.
 
No soy psicoanalista, gracias a Freud. Ninguna de las herramientas terapéuticas que ha inspirado esta necromancia permite comprender el fenómeno que a veces se produce cuando fallece el progenitor más querido (asombrarse de que esta preferencia en los hijos sea posible es uno de los pecados originales del psicoanálisis). El famoso trabajo de duelo de este método de adivinación es una excusa más para seguir trajinando lo de siempre –la escena edípica originaria– y evitar entrarle al único trapo que a la vez le da y le quita sentido a la vida: no la de su origen, sino la conciencia de la muerte.
 
Suele suceder, con la desaparición del ser más querido, que el vástago comprenda que entre su propia existencia y la muerte ya no se interpone ningún escudo humano. En algunos casos, eso basta para levantar otro, el del pudor social, que impedía sacar a la luz pública episodios de la propia vida determinados por la presencia del querido ancestro. Intuyo que algo parecido ha podido sucederle a Buergenthal, persona en extremo comedida y juiciosa. Como sea, el caso es que después de la muerte de su madre nuestro autor decidió un día salir al encuentro de los lectores armado únicamente con un pasado extraordinariamente doloroso. Y los lectores que somos hemos de agradecérselo.
 
Su primer encuentro con el hipócrita lector, mi prójimo y mi hermano, se produjo al publicarse el año pasado y por primera vez sus memorias (y no en cualquier país, sino en Alemania), y el segundo se produce ahora, con su edición española. Ha de ser motivo de satisfacción para todos, no sólo para el autor, conocer que en Alemania este título se situó entre los más vendidos y que en España, ya se ha dicho, no ha dejado indiferente a un público que suele tenerse –siempre he pensado que sin razón– por indiferente al tema del Holocausto. Curiosamente, Buergenthal, que llegó a Estados Unidos en 1951 y ha representado y sigue representando oficialmente a este país al más alto nivel, todavía no ha visto sus memorias editadas en su patria adoptiva. Pero en esto ya no entraré: si la madeja de los padres naturales es difícilmente desentrañable, el laberinto de las identidades adultamente consentidas representa un acertijo baladí. Que los gringos se lo hagan mirar.
 
Hasta 1991 y la desaparición de su madre, el perfil público de Thomas Buergenthal era el de un renombrado y respetado jurista, pionero en esa rama del derecho internacional conocida como derecho de los derechos humanos, que, aunque lo parezca, no es una redundancia: los derechos humanos pasaron a ser una provincia de la jurisprudencia, específicamente de la internacional, sólo a partir de los Juicios de Nüremberg (1945-1949) y la adopción por la ONU de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que el próximo 10 de diciembre conmemora su 60 aniversario.
 
No es un juez cualquiera, el juez Buergenthal, y aunque la importancia de sus memorias no se desprenda de su trayectoria profesional, que aparece apenas esbozada en el último capítulo del libro, vale la pena evocarla brevemente. Alguna influencia, supongo, debió de ejercer en su orientación profesional el que de niño padeciera en sus carnes el mayor genocidio del siglo XX. Aunque este hombre tan modesto como afable niega rotundamente (y no dudo que sinceramente), cada vez que se le pregunta por ese supuesto, que haya buscado resarcirse de los horrores que padeció vistiendo la toga de la infalibilidad judicial.
 
Buergenthal, que actualmente es el único juez estadounidense de los quince que integran el Tribunal Internacional de Justicia (TIJ) de La Haya, es digno heredero y continuador de Louis Sohn, artífice de la Corte Internacional de Justicia de Naciones Unidas, que fue su tutor en Harvard. Más allá de las muchas intervenciones del juez Buergenthal, de las que sólo citaré su fundación del Instituto Interamericano de Derechos Humanos y su participación en la Comisión de Naciones Unidas para la Verdad en El Salvador, como especialista en derecho internacional de derechos humanos ha contribuido decisivamente a la hora de tipificar delitos y crímenes contra la humanidad de difícil reconocimiento jurídico, puesto que por su misma naturaleza imposibilitan la satisfacción de la carga de la prueba, como sucede con las llamadas desapariciones. (Nada que ver, aviso a navegantes, con nuestro Baltasar Garzón, cuya probada desidia como juez instructor no ha impedido la proyección internacional de su figura, y cuyas más mediáticamente sonadas intervenciones sencillamente no habrían podido ver la luz sin la labor, sólida y callada, de jueces como Buergenthal).
 
Thomas Buergenthal.Antes de recorrer sus memorias, permítaseme otro inciso. Curiosamente (o no, conociendo los derrotes de la prensa local), en la mayoría de las entrevistas que el autor ha concedido en su reciente paso por Madrid y Barcelona se le ha preguntado no sólo ni especialmente por sus experiencias en Auschwitz o Sachsenhausen, sino con indisimulada avidez por sus opiniones sobre ésta o aquella otra intervención suya como miembro del TIJ. Pondré dos ejemplos: la entrevista que le hizo Mònica Terribas en el programa La nit al dia, de TV3, y la de Núria Navarro, publicada en El Periódico.
 
No parece casual que se hayan producido en medios de comunicación afincados en Cataluña estas muestras, por decirlo levemente, de descortesía. No parece que lo sea, en efecto, aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid  para asaetear al invitado con preguntas como por qué fue uno de los pocos jueces que no apoyó la sentencia del TIJ favorable a la destrucción del muro entre Israel y Cisjordania, o con trilladas insinuaciones sobre lo malos, malísimos que son los Estados Unidos, a ver si el juez cuela y asiente. ¡Qué va a ser casual, siendo como es el oasis catalán ese espejo de virtudes en cuyas aguas estancadas se mira lo más granado de la progresía hispana!
 
Pero salgamos de los acuíferos contaminados y bebamos del agua pura de las memorias de Buergenthal. Que comienzan con sus primeros recuerdos en Lubochna, bella ciudad eslovaca en la que el autor nació en 1934, ya bajo el signo de la persecución nazi de los judíos, puesto que su padre, consciente de lo que se avecinaba en Alemania, decidió abandonar Berlín e instalarse en ella poco antes de que Hitler llegase al poder, en 1933. Padre judío, Mundek Buergenthal, nacido en Galitzia, madre también judía, Gerda Silbergleit, nativa de Goettingen (ah, nostalgias de Barbara): juntos formaban una familia normal y feliz. Hasta el día en que comenzó la anormalidad y, paso a paso, el descenso a los infiernos: a fines del 38 o comienzos del 39, las huestes de Hlinka se adueñaron del hotel propiedad de los Buergenthal, comprado con los ahorros del padre y un amigo, y la familia inició su trashumancia forzada. Que la llevó primero a Zilina, aún en Eslovaquia, y luego a atravesar la fatídica frontera con Polonia, país que los nazis decretaron, tras invadirlo en 1939, que debía ser el hogar de la muerte para todos los judíos europeos.
 
Katowice, primero, y después el gueto de Kielce fueron sus precarios refugios. Kielce, que llegó a albergar más de 20.000 almas (judías, claro), fue liquidado en dos tandas. La primera, en agosto de 1942, se saldó con el asesinato in situ de algunos y el envío de la mayoría a Treblinka, campo puramente de exterminio, como Belzec y Sobibor. Sin barracones ni la alternativa a la muerte en las cámaras de gas: la azarosa muerte lenta mediante el hambre y la extenuación en trabajos forzados, como en Majdanek o Auschwitz. Pocos meses después, las SS liquidaron lo que quedaba de Kielce: menos de 2.000 judíos. En esa ocasión perdió Buergenthal a sus dos hermanos adoptivos, Ucek y Zarenka, y la evocación de este episodio nos deja unas líneas que atestiguan la valentía que es preciso tener para exhumar y narrar, con respeto y pudor ejemplares, lo que es el horror absoluto e incomprensible para la mirada de un niño.
 
La familia Buergenthal logró sobrevivir a las dos liquidaciones de Kielce gracias a la inteligencia y astucia del padre, pero fue en ese gueto donde a la madre, un día, le leyó la fortuna una adivina: vaticinó que a todos ellos les aguardaba un futuro sembrado de peligros mortales, pero que su hijo correría con "buena fortuna". Es la dichosa "fortuna" que justifica el título de las memorias de Thomas Buergenthal, sobradamente acreditada en lo acontecido después de Kielce: el traslado de la familia a dos arbeitslager, su deportación a Auschwitz, la desaparición del padre, la increíble concatenación de azares que permitió que un niño sobreviviera al mayor campo de exterminio nazi y a la Marcha de la Muerte de enero de 1945 y a su reclusión en Sachsenhausen y su forzada participación en los escuadrones de niños soldados utilizados en los estertores militares del régimen hitleriano como carne de cañón para retrasar el avance de las tropas soviéticas y a su adopción por un grupo de combatientes polacos y a su entrada con ellos en el Berlín en ruinas. Fortuna del audaz, que el niño Buergenthal demostró más de una vez merecer, y también suerte a secas, que lo llevó a descubrir que su madre había sobrevivido y a reencontrarse ambos en 1946, cuando se hallaba recluido en un orfanato polaco en Otwock. Extraordinarias fortuna y suerte: como sucedió en todos los centros de personas desplazadas (ése era el nombre oficial de los centros de acogida de los sobrevivientes tras la guerra, la mayoría de ellos judíos), también al orfanato de Otwock, a pesar de estar regentado por miembros del Bund polaco, que detestaban a los sionistas, organizaciones sionistas como la Hashomer Hatzair enviaron a sus delegados para convencer a los sobrevivientes de que emigraran a Palestina.
 
Buergenthal se apuntó al viaje, y como su nombre quedó registrado, la madre recibió en octubre de 1946, en el Goettingen natal al que había regresado, un telegrama de la central de Hashomer en Jerusalén anunciándole que su hijo se encontraba en un hogar para niños judíos en Polonia. La red clandestina de la organización judeopalestina sacó a escondidas de Polonia a Buergenthal, lo hizo pasar por Checoslovaquia y lo dejó en el sector británico de Berlín. De allí, el niño se las ingenió para viajar a Goettingen y de vuelta a su madre. Origen y fin, en todos los sentidos de la palabra, de este amoroso y límpido testimonio.
 
No ha faltado el cenizo de turno –un periodista, para no variar– que haya querido contraponer a las sabias reflexiones de Buergenthal sobre la misteriosa aptitud para el mal, y la no menos asombrosa para la supervivencia de los seres humanos, las que en su día elaboró Primo Levi. Mientras el primero no habría renunciado jamás a depositar su fe en la naturaleza humana, Levi se habría dejado ganar por el "odio", lo que "explica" que se suicidara.
 
¡Ay, los periodistas! Cuánta razón tenía Marina Tsvietáieva, que en un poema los definió como "los que nos envenenan la sangre". En realidad, no hay postura ética más cercana a la de Levi que la que exhibe Buergenthal, plasmada en un genuino (e ingenuo) asombro ante la prodigiosa facultad del hombre para exhibir el mayor coraje moral o la más honda abyección criminal. Es cierto que en Levi predomina la nota oscura o, quizás, despiadadamente lúcida: los mejores por lo general se hunden, no logran sobrevivir a la barbarie. Buergenthal, con su evocación de lo que padeció, nos deja esta esperanza: a veces, los mejores logran también sobrevivir a la barbarie, gracias a su valor y, quién sabe, a la buena fortuna echada por una yiddishe mamme del gueto de Kielce.
 
 
THOMAS BUERGENTHAL: UN NIÑO AFORTUNADO. DE PRISIONERO EN AUSCHWITZ A JUEZ DE LA CORTE INTERNACIONAL. Plataforma (Barcelona), 2008, 285 páginas.
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