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JIMÉNEZ LOSANTOS, POETA

Aquí, ahora

Ver lo que la vida pone delante de los ojos, no refugiarse en abstracciones y teorías, nombrar sin tapujos, sin condescendencia o vanidad, este árbol, esta piedra, el camino a lo lejos, como son, como los veo en este preciso instante: es lo que hace quien escribe haikus. Decir en voz alta lo que los políticos callan, con cera en los oídos para no atender al canto de los poderosos, nunca plegarse a la lógica de los partidos, de ningún partido: es lo que hace, a diario, el periodista más detestado y admirado de España.

Ver lo que la vida pone delante de los ojos, no refugiarse en abstracciones y teorías, nombrar sin tapujos, sin condescendencia o vanidad, este árbol, esta piedra, el camino a lo lejos, como son, como los veo en este preciso instante: es lo que hace quien escribe haikus. Decir en voz alta lo que los políticos callan, con cera en los oídos para no atender al canto de los poderosos, nunca plegarse a la lógica de los partidos, de ningún partido: es lo que hace, a diario, el periodista más detestado y admirado de España.
El uno y el otro, el que escribe haikus una mañana de invierno o de verano en su pueblo natal o en Deià y el que todas las mañanas despierta a media España e irrita el odio de la otra media con sus comentarios radiofónicos, son el mismo hombre. Un hombre que llama a las cosas por su nombre, siempre. Que sabe que la alternativa a la realidad y vivir en ella es una puerta más grande y siempre abierta, que invita a entrar en grupo, todos cogidos de la mano, pero que invariablemente conduce a la ceguera y la impostura. La otra, la que da a la vida real, es siempre estrecha: por ella se entra solo, o en compañía, pero siempre de uno en uno.

Porque sólo se escriben haikus desde la perfecta soledad y porque analizar y comentar la realidad certeramente sólo es posible cuando se habla en nombre propio, no acabo de comprender la sorpresa que tantos manifiestan al descubrir que Federico Jiménez Losantos también escribe poesía. Y no cualquier forma de poesía, sino precisamente ésta. Una de las más viejas y venerables formas de alcanzar lo que la poesía verdadera (la poesía real) siempre anda buscando: nombrar el mundo verazmente sin proyectar en él la sombra de nuestros prejuicios y manías. Sólo quien logra esta hazaña (la mayor de todas: acallar, aunque sólo sea por un instante, la voz que a todas horas dice yo) es capaz de dar a ver el mundo y a un tiempo los ojos que lo miran.

Si en este país la gente leyera poesía un poco más, pero sobre todo si hubiera menos fanáticos de los lugares comunes de la política, hace tiempo que Jiménez Losantos sería considerado como lo que es: el más libre y agudo de nuestros analistas políticos y uno de los más finos escritores de su generación. En todos los géneros que lleva tres décadas cultivando, de la opinión periodística a las memorias, del ensayo histórico a la poesía. Hay que armarse de paciencia, paciencia de santo, cuando lo más suave que se oye decir de FJL es que es un talibán (y esto lo dicen sedicentes intelectuales, personajes supuestamente educados y hasta cultos, que manifiestamente ignoran, entre muchas otras cosas, que talibán es voz plural) y de su programa de radio que es nuestro equivalente de la ruandesa Radio de las Mil Colinas. Cuando a quienes abren su boquita para escupir este azufre les preguntas: ¿ha leído usted Lo que queda de España o La ciudad que fue?, ¿ha hojeado siquiera su edición de los discursos de Manuel Azaña, o su ensayo sobre el exilio del presidente de la Segunda República?, o ¿pero escucha usted La Mañana?, la respuesta, casi obligada, es la misma: ¿yo? ¡Ni hablar! ¡Ni falta que me hace!

En esas hay que estar: derrochando paciencia. Y barajando. Porque nunca hay que cansarse de la siempre ardua tarea, sobre todo en este país, de desasnar a las élites. El comportamiento de las élites españolas –su talante, que diría aquel– es perfectamente inmune al paso del tiempo y servilmente rendido ante la ideología del momento. Anteayer hacían como él, y no se metían en política: les bastaba con medrar y enriquecerse. Hoy, todos combatieron con denuedo a Franco, gracias a lo cual él murió en su cama, y ellos... siempre a lo suyo: medrar y ser cada día más ricos. Y poderosos. Y, claro, cómo van a tolerar que un humilde turolense, hijo de zapatero (quiero decir, de un zapatero de verdad) y de maestra, nacido en Orihuela del Tremedal, en una comarca donde "las primeras nieves suelen llegar mediado octubre y sigue nevando hasta abril o mayo", se atreva, día tras día, a llamar a las cosas por su nombre. Empezando por las cosas de comer y del poder, de las que las élites españolas, desde siempre, se consideran dueñas y señoras exclusivas.

Por descontado, ni ellas ni su séquito de perritos falderos (opinadores de los medios respetables, tertulianos afectos al insulto a cara de perro, jueces en nómina de uno de los dos partidos que se han repartido el poder judicial) tampoco leerán los haikus que acaba de publicar FJL. Ciento treinta y ocho, en total. En los que este poeta –que lo es, además de todo lo demás– demuestra dos cosas: que conoce esta y otras formas poéticas de la misma familia, por haberlas practicado desde su viaje a Pekín, en 1976, y que ha sabido adaptarla a su pasión preponderante. Que es la vieja y siempre viva pasión délfica (y socrática) del conócete a ti mismo. Porque este libro de haikus se puede leer de cabo a rabo como la sucesión de estaciones, de invierno a otoño, que reclama la preceptiva del género, o desgajando, aquí y allá, los haikus que al lector le hablen con voz más clara, pero también como un diario oblicuo y circunspecto. Como un retrato moviente (que no tornadizo) de los estados de ánimo de su autor, de sus recuerdos de infancia, de la nostalgia de amores perdidos o encontrados, de la simple y diáfana alegría que siente al comprender que
Los viejos robles, subiendo
monte arriba, iluminan
la mañana de otoño.
El haiku, me permito recordarlo como corresponde a su modesta prosodia, o sea brevemente, es una de las más antiguas formas poéticas japonesas. Hunde sus raíces en la China taoísta, y en Japón tiene una historia que se remonta, cuando menos, al siglo VIII y la extraordinaria primera recopilación de formas poéticas japonesas que es el Manyôshû, el libro "de las diez mil hojas". Para escribir un haiku hay que alinear 17 sílabas, idealmente en tres versos, sucesivamente de cinco, siete y cinco sílabas. En realidad, esta horma se ha ido desdibujando con el tiempo, incluso en Japón, entre los practicantes del género. 

Jiménez Losantos no deroga esta tendencia, y entre sus haikus prácticamente no hay alguno que se ajuste a la clásica distribución de las sílabas. Pero éste, por ejemplo, que sí la refleja y además lo hace a conciencia (si se obvia la convención, exclusivamente castellana, de restar una sílaba a las palabras esdrújulas), da del haiku una definición clara:
Cinco sílabas,
otras siete sílabas:
haiku, no poesía.
Y poco importa (a mí, al menos, no me incomoda) que a menudo exceda las 17 sílabas, o que las distribuya como le cante ("Reprocharle a la vida que se acaba / es discutir la nieve"). Porque lo esencial, el espíritu del haiku, está presente en sus 138 poemas. Todos respetan la norma intangible del género: convocar una imagen de la naturaleza manifestada en su más tangible y perceptible realidad, sea la luz o la lluvia o la nieve o la niebla o el viento, y casarla, maridarla con el estado de ánimo que suscita en el poeta o que mejor lo refleja.

Inevitablemente, tengo mis favoritos. "Nieva sobre la nieve. / El peso de los días". "En la calle, / hielo bajo la nieve. / El cuidado, la costumbre". "De pronto, deja de nevar. / A lo lejos, por un camino, / pasa un hombre". "El mar, oscuramente eterno. / Las rocas obstinadas. / Un árbol fulminado por el rayo". Y al menos una docena más.

Jiménez Losantos recuerda, en el prólogo, que Antonio Machado practicó el haiku. También hubiese podido mencionar a Juan Ramón. Y al gran maestro en lengua castellana, el mexicano José Juan Tablada. O a Borges. También señala que hay muchos y buenos poetas españoles que actualmente trabajan esta forma. Él no los menciona. Sólo citaré los nombres de Vicente Núñez y Juan Bonilla.

Está en buena compañía este libro de Federico. Que no desmerece, ni mucho menos, de sus ilustres predecesores y algunos de sus contemporáneos. Eso sí, no me hago ilusiones: el establishment literario español es mayoritariamente dado a honrar los ídolos de la tribu más políticamente correctos. En el mejor de los casos, le aplicarán el clásico ninguneo español, y no dirán nada. Lo que, dadas las circunstancias, en el fondo sería el mejor homenaje que el vicio podría rendirle a la virtud. 

De resto, a seguir en lo de siempre. Paciencia y barajar.


FEDERICO JIMÉNEZ LOSANTOS: LA OTRA VIDA. HAIKUS DE LA NIEVE, DEL AGUA, DE LA LUZ Y DE LA NIEBLA. Temas de Hoy (Madrid), 2009, 315 páginas.

Pinche aquí para ver la entrevista que CARMEN CARBONELL y VÍCTOR GAGO hicieron a JIMÉNEZ LOSANTOS en LD LIBROS a raíz de la aparición de este libro.
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