La intelligentsia española (¡híjole!) está callando como lo que es ante El desencanto de Andrew Anthony, un periodista que aquel septiembre de 2001 no tuvo más remedio que ponerse a recoger los palos que se le caían del sombrajo al ver a sus presuntos semblables y frères justificar o directamente jalear a los asesinos de los Tres Mil de Manhattan y que, tras sacudirse las escorias del alma, dio en alzar la pluma cuando, los mismos y más de media Europa, pidieron a los gritos la paz de los cementerios a sus previsibles victimarios: todo por que no se nos moleste el de los huevos de goma y su cáfila de cortacabezas, mugrienta y misógina.
Andrew Anthony ha preferido instalarse en la intemperie, dejar de hacer caja a cuenta de la letanía progre ("[...] mi sentimiento de culpa no fue el resultado de un éxito material. Al contrario, sería más exacto decir que obtuve un cierto éxito material como resultado de mi sentimiento de culpa"), antes que seguir partiendo piñones con tipejos como George Galloway, que el mismo Once de Septiembre escribió para su periódico (su de Anthony y de todo izquierdista anglo que se precie, pues hablamos del Guardian, El País de aquellos pagos) lo que sigue: "[Mucha gente] considerará que Estados Unidos ha tenido que tragar esta vez su propia medicina", o la histeriadora Mary Beard, una fulana que profesa en Cambridge, entrecomilla la palabra terrorista cuando se refiere a Ben Laden & Co. y perpetra sentinazos como éste en los foros y los papeles: "Los matones planetarios, aunque no les falte corazón, al final pagarán el precio"; donde los matones son los americanos y el precio, los Tres Mil de Manhattan.
Pudo Anthony quedarse viudo el 11-S, pues su mujer, también periodista, tenía previsto acudir a una de las Gemelas. Pero a cambio los aviones de la muerte, de la gloria para tanto hijo de perra, le agudizaron la crisis vital que no acababa de querer afrontar, y que era lo que se temía y más:
Andrew Anthony ha preferido instalarse en la intemperie, dejar de hacer caja a cuenta de la letanía progre ("[...] mi sentimiento de culpa no fue el resultado de un éxito material. Al contrario, sería más exacto decir que obtuve un cierto éxito material como resultado de mi sentimiento de culpa"), antes que seguir partiendo piñones con tipejos como George Galloway, que el mismo Once de Septiembre escribió para su periódico (su de Anthony y de todo izquierdista anglo que se precie, pues hablamos del Guardian, El País de aquellos pagos) lo que sigue: "[Mucha gente] considerará que Estados Unidos ha tenido que tragar esta vez su propia medicina", o la histeriadora Mary Beard, una fulana que profesa en Cambridge, entrecomilla la palabra terrorista cuando se refiere a Ben Laden & Co. y perpetra sentinazos como éste en los foros y los papeles: "Los matones planetarios, aunque no les falte corazón, al final pagarán el precio"; donde los matones son los americanos y el precio, los Tres Mil de Manhattan.
Pudo Anthony quedarse viudo el 11-S, pues su mujer, también periodista, tenía previsto acudir a una de las Gemelas. Pero a cambio los aviones de la muerte, de la gloria para tanto hijo de perra, le agudizaron la crisis vital que no acababa de querer afrontar, y que era lo que se temía y más:
Tras el 11-S sufrí efectivamente la crisis de la mediana edad. De hecho, hacía tiempo que ya se venía anunciando. Pero no era mi crisis de los cuarenta, sino la crisis de la cultura occidental en general. No importa qué otros fines hayan podido motivar ese singular acto de terrorismo, lo que estaba claro es que lo habían planeado como un acto simbólico, además de letal, contra Occidente.
Cómo reaccionó Occidente. Pues, tantos, ofreciendo el cuello, o exhibiendo la llaga purulenta del complejo de culpa, o, qué infames, señalando al vecino, a ver si con su muerte y la de su familia podemos tener la fiesta en paz con éstos que vienen diciendo que nos van a matar a todos pero ya será menos. Ya.
Andrew Anthony comprobó que, entre esos tantos, descollaban los barandas de las fuerzas de, ¡sic!, progreso; los suyos, la izquierda ilustrada y que alumbraba a todos pero sobre todo a los humillados y ofendidos. Y se puso a desandar el camino, por ver adónde habían, había perdido el rumbo.
Y, como bien sabía sin decírselo ni, mucho menos, admitirlo, lo cierto es que se echó a perder a las primeras de cambio; en cuanto salió de Málaga, su barrio obrero blanco, socialista, antiilustrado de Kentish Town, para meterse en Malagón, el instituto Haverstock, un cafarnaúm multirracial/nacional donde lo que menos importaba era aprender y lo que más, liarse a hostias con el prójimo o, si eras una niñata de clase media encargada de enseñar matemáticas, cantar las glorias de Mao y radiar a los infantes terribles con dosis chernobilescas de autoodio:
Andrew Anthony comprobó que, entre esos tantos, descollaban los barandas de las fuerzas de, ¡sic!, progreso; los suyos, la izquierda ilustrada y que alumbraba a todos pero sobre todo a los humillados y ofendidos. Y se puso a desandar el camino, por ver adónde habían, había perdido el rumbo.
Y, como bien sabía sin decírselo ni, mucho menos, admitirlo, lo cierto es que se echó a perder a las primeras de cambio; en cuanto salió de Málaga, su barrio obrero blanco, socialista, antiilustrado de Kentish Town, para meterse en Malagón, el instituto Haverstock, un cafarnaúm multirracial/nacional donde lo que menos importaba era aprender y lo que más, liarse a hostias con el prójimo o, si eras una niñata de clase media encargada de enseñar matemáticas, cantar las glorias de Mao y radiar a los infantes terribles con dosis chernobilescas de autoodio:
(...) le pregunté su opinión acerca de la política, y ella dijo que el Imperio Británico era un sindicato global del crimen sin parangón. Me dijo que todos los blancos eran culpables de los crímenes históricos cometidos contra todos los pueblos de color de todo el mundo.
Así se las gastaban la maoísta de pega y paga más sus compinches, maleadores de la juventud británica. Joder qué tropa hipócrita y clasista, rememora Andrew sin, milagro, perder la calma:
Eran muy de izquierdas, revolucionarios de izquierdas, en una época en que todavía se hablaba sin ironía de las barricadas. Sin embargo, su fervor revolucionario tenía obviamente sus límites. A pesar de mi tierna edad, me percaté de que, mientras invocaban la clase obrera en términos heroicos, en un lenguaje de vanguardia, por decirlo así, a los que trataban como a iguales era a los niños de clase media.
De ahí en más, Andrew comulgó con todas y cada una de las ruedas de molino del izquierdismo de rompe y rasga lo que puedas: el bandarrismo antisistema, el revolucionarismo por cuenta ajena, el multiculturalismo, el racismo antirracista, el antiamericanismo, el antisionismo... No es esto, no es esto, le decía machacona su conciencia. Pero él seguía en sus trece, en no moverse del rojo así la realidad se las hiciera pasar negras. Porque cuesta un mundo, una vida muelle, salir de la secta:
Yo no podía cuestionar estas verdades adquiridas sin poner en cuestión mi propia identidad. Y me sentía demasiado cómodo viéndome a mí mismo como un hombre de bien, alguien que piensa lo que hay que pensar.
Pero llegó un momento, llegaron los aviones secuestrados con su carga letal de odio a todo lo que Anthony apreciaba y aprecia: la libertad, en resumidas cuentas, y la representación se le hizo ya insoportable. En vez del espejo, optó por respetarse y arrojó la máscara; y, varios años y las caricaturas que pusieron a cada uno en su sitio después, escribió este testimonio absolutamente imprescindible, un soberbio manual de auténtica educación para la ciudadanía cuyo alegato final leí deprisa y corriendo en LD Libros y ahora reproduzco en parte aquí, para que lo lean y relean como Dios manda, reposando y repensando sus líneas claras:
El liberalismo de izquierdas es por definición una iglesia muy amplia, pero sus adeptos, ahora, tienen que mojarse. Tenemos que decidir si las cosas que damos por sentadas –las libertades de expresión, de movimiento y de asociación, la democracia, el Estado de Derecho– son simples accidentes culturales o si son principios absolutamente vitales para la sociedad. A mí me parece que la tradición liberal de la cual formo parte reconoce no sólo los derechos y libertades del individuo, sino también las responsabilidades y deberes para con la sociedad que estos derechos garantizan y esas libertades protegen. Y tal vez la principal responsabilidad es reconocer a los enemigos de lo que Karl Popper llamó la sociedad abierta, lo cual comporta como mínimo negarse a fingir que los censores, los gánsters [sic] y los extorsionadores que quieren restringir la libertad y reforzar las divisiones religiosas, raciales y de clase son fuerzas progresistas. No hay ningún libro sagrado que garantice la asombrosa riqueza y las oportunidades que ha desarrollado la sociedad occidental. Son el resultado de siglos de pensamiento y de luchas. Repudiar o minimizar estas conquistas por un sentido de culpabilidad cultural es un insulto no sólo a todos los que lucharon por establecer una sociedad abierta, sino también a los cientos de millones de personas que sueñan con gozar de ellas algún día.
ANDREW ANTHONY: EL DESENCANTO. EL DESPERTAR DE UN IZQUIERDISTA DE TODA LA VIDA. Planeta (Barcelona), 2009, 376 páginas.
MARIO NOYA, director de LD LIBROS. Pinche aquí para acceder al blog del programa.