Los primeros anatomistas que osaron indagar en el funcionamiento real del corazón realizaban autopsias in vivo a animales con enfermedades cardiacas, con defectos coronarios, para, analizando la ausencia de una función, comprender los mecanismos de la función sana. Los neurólogos modernos estudian el comportamiento de individuos que padecen enfermedades rarísimas (que son ciegos a los objetos en movimiento o que olvidan el rostro de sus familiares, por ejemplo). Rastreando las áreas cerebrales que fallan en estas mentes extremas pueden deducir cómo se producen los procesos cognitivos sanos.
En otras áreas del saber, el error también tiene sus efectos secundarios positivos. Los geólogos, por ejemplo, utilizan datos de los seísmos que no han sido capaces de detectar para conocer mejor la estructura interna de la Tierra.
En definitiva, la ciencia ha sido capaz de establecer un poderoso sistema de control que le permite integrar en su método la detección, el uso y el disfrute del error. Sobre esta base, Horace Freeland propone en este libro un mecanismo similar que permita detectar e incluso aprovechar el fraude científico, entendido genéricamente como uno más de los errores del sistema.
Para ello, el autor desgrana, en primer lugar, el gran rosario de fraudes, engaños, trampas y manipulaciones que se han conocido en la historia de la ciencia. Algunos de los casos son muy conocidos, desde el cráneo falso de Piltdown hasta las andanzas del coreano doctor Hawn, que tuvo en vilo a la comunidad internacional con sus falsas clonaciones humanas.
Pero otros casos pueden sorprender al lector. Nombres del calibre de Darwin, Mendel o Newton falsearon, manipularon u ocultaron datos y medidas con el fin de que sus teorías encajasen de un modo más elegante en la realidad observada. En estas ocasiones, el genio científico prevaleció sobre la pequeña trampa. Newton, Darwin y Mendel tenían razón, sus teorías fueron confirmadas con el tiempo y sus datos erróneos corregidos, sin que "su verdad" sufriera un ápice.
El libro de Freeland aborda con exquisita elegancia la historia de este lado oscuro de la ciencia. Y, en ese sentido, es plenamente recomendable. Quizás decepcionen más los capítulos en el que el autor intenta elaborar una teoría general del fraude para convertir la mala praxis en un objeto de estudio similar a los seísmos en geología o las enfermedades raras en neurología.
A este intento sistematizador escapa en cierto modo la feble moral humana, la realidad incontrolable de que, frente al recto proceder científico, siempre estará la amenaza de la fama, del dinero fácil, del ego engrandecido…