De entrada, hay que reconocerle al autor de Historia de un encargo que no teme el tradicional castigo divino que aguarda a los adictos a la hubris. Nada menos que "un ensayo sobre la teoría y la práctica de la Hispanidad como eje mayor de la política cultural del franquismo hacia América Latina", "un acercamiento a la historia de las relaciones hispano-venezolanas en los años cincuenta del pasado siglo", "un circunscrito aporte a la comprensión de la vida y la obra de uno de los novelistas españoles más sonados de las últimas cuatro o cinco décadas": todo esto es el libro de Gustavo Guerrero, según él mismo se encarga, modestamente, de informar al lector. Ah, y al menos dos cosas más: "Un primer intento por elucidar un affaire político-literario" que, a pesar de la pública polémica que generó en su día, habría caído en bochornoso olvido y que la hoy apremiante memoria histórica dicta el deber de rescatar y, por último, pero no por ello menos hubrísticamente importante, una contribución, manifiesta en forma de desideratum retórico, a un futuro "viraje" que permita nada menos que "dejar atrás definitivamente el siglo XX e inaugurar un tiempo en el que la lengua común no esté ya al servicio del poder sino del saber".
Asentados sus reales en tan encumbrada comarca, procede nuestro munífico autor a desembalar su mercancía. No haré inventario detallado: a diferencia de éste, sé que todo en este mundo, aun la paciencia del lector, conoce límites. Sí procuraré argumentar, en cambio, por qué digo que el suyo es un ensayo más político que propiamente erudito, scholarly o savant, y advertir sobre la poco recomendable costumbre de rellenar con material de derribo ensayos que después se nos venden como rompedores por su absoluta originalidad.
Comienzo por lo segundo, centrándome, por razones de espacio, en lo que promete el título: la "historia de un encargo". La catira es una novela que Camilo José Cela escribe por encargo del Gobierno del dictador Marcos Pérez Jiménez después de una visita corta a Venezuela en 1953. Publicada menos de dos años después, hubiese debido inaugurar un ciclo de al menos otras cinco novelas ambientadas en ese país, reunidas bajo el título genérico de Historias de Venezuela. Por La catira cobró Cela una suma importante de dinero, que invirtió al menos en la compra de su primera vivienda en Mallorca.
Hasta aquí, los hechos conocidos de antaño. Tiene razón Guerrero en recordarnos que ese relato, con alguna variante, hasta ahora había circulado de lado a lado de la mar océana sobre todo en forma de chisme de salón y fuente de chascarrillos sobre el oportunismo de Don Camilo. Sobre todo mas no exclusivamente, realidad ésta que nuestro autor no infirma, pero que convenientemente oculta: hay más de un lugar en la ya extensa bibliografía biográfica y crítica de la obra de Cela donde aparece evocado y aun descrito el asunto de marras, aunque bien es cierto que sin la hondura que sólo confiere una investigación exhaustiva de las fuentes documentales. Éste es, sin duda, el punto fuerte del trabajo, que hace de Guerrero el primero en haberlas hollado. Y si se hubiera ceñido a esta labor con el ánimo de fundar la veracidad de rumores y pinceladas habría hecho, ciertamente, labor de investigador; pero –como ya hemos podido comprobar– nuestro autor ambiciona algo más que la grisura de lo empírico. Un premio literario, por ejemplo. Y ya sabemos lo que ello supone en nuestros predios para el prospectivo ganador. Entre otras cosas, y bastante a menudo, responder a las solicitaciones del premiador, que en España suele ser el futuro editor de la obra premiada.
Permítaseme una digresión a propósito de esto último, antes de seguir deshojando la margarita. España es el único país europeo dotado de lengua y cultura de proyección internacional donde los premios literarios más reputados y mejor dotados no recompensan obra editada sino manuscritos. Nadie ignora que los certámenes de este tipo funcionan, más o menos veladamente, por cooptación: los miembros de los jurados son personas influyentes en su ámbito, los premios son uno de los mecanismos de validación institucional del mismo, ergo dichos miembros mueven en el tablero del poder institucional que los cobija, a su conveniencia y según sus intereses, las fichas –los poulains, como certeramente dicen los franceses–, que son los autores; quienes, por mor de este mecanismo, reciben el valor añadido, no tanto de mercancías, como piensan los ingenuos, sino de trade marks, marcas de fábrica.
Respecto de este mecanismo, normalizado en Francia o Inglaterra o Alemania o Italia, la singularidad española estriba en el hecho de añadir, a esta presión conformista, la nada despreciable de la intervención directa del editor. Hay una diferencia –a veces sólo de grado, pero significativa– entre votar a favor de un libro editado por el mismo sello que edita al votante agradecido con quien le da de comer, y votar sabiendo que la obra aún inédita acabará engrosando el catálogo (y, con un poco de suerte, las cifras de ventas) del editor amigo. Esta digresión, que quizá sólo quienes no conocen de cerca el mundillo editorial juzgarán excesiva, cumple aquí una función. Estoy convencida de que Gustavo Guerrero, que en el pasado ha demostrado su solvencia como investigador y ensayista, habría orientado hacia otros fines su prolongada investigación en el caso de La catira de no haber mediado en alguna parte del proceso la ¿intimación?, ¿promesa?, del premio que su libro ha acabado recibiendo.
Mera hipótesis, se me dirá. Pero resulta que el ensayo de Guerrero (y con esto retomo el deshojar de la margarita) exhibe numerosas, demasiado numerosas trazas de haber sido hinchado para convertirlo en algo más que una razonada exposición de las fuentes documentales y una razonable lectura genética de La catira. Para no alejarnos todavía de la lógica de esos comices agricoles flaubertianos que son la mayoría de premios literarios, resulta que ni siquiera Guerrero, con sus innegables dotes de termita obrera, ha sido capaz de desenterrar el contrato suscrito por Cela con el Gobierno venezolano. Respecto de este asunto –que es el fundamental, ya que permitiría justificar el título del ensayo y quizás hasta valerle el Pulitzer, de existir un premio como éste en nuestro patio hispano–, nihil novum.
Esta clamorosa ausencia documental en la investigación llevada a cabo por Guerrero no empece, sin embargo, lo esencial. Y lo esencial no es otra cosa que una investigación de más de cinco años que acaba pariendo el proverbial ratón. Eso sí: un ratón vociferante.
¿Qué nos dice el ratón? Hélas, voces muy antiguas. O como ahora se dice en plan guay: desactualizadas. Que Camilo José Cela, a mediados de los cincuenta del pasado siglo –cuando aún era un autor maldito por haber dado a publicar en Buenos Aires, en 1951, ese retrato implacable de la mediocridad de la España de posguerra que es La colmena–, se prestó a servir de amanuense remunerado de dos dictaduras, la franquista y la perezjimenista. Que redactó, más que escribió, una novela encargada por uno de estos dos bochornos históricos a cambio de un jugoso fajo de billetes. Y que la crítica en España (no toda ella, pero esto también sabe convenientemente ocultarlo nuestro ratón de biblioteca) ensalzó en su día la novelita de Cela, mientras que en Venezuela –por razones de muy diversa índole, incluidas las políticamente inducidas– recibió un auténtico varapalo. Por cierto: aparte de las páginas dedicadas a la descripción genética (más que al análisis) de media docena de pasajes de la novela, la única aportación comprobable del ensayo de Guerrero es el establecimiento de la probable fuente del encargo a Cela por parte de la dictadura perezjimenista: el hijo de Laureano Vallenilla Lanz, introductor en Venezuela del dogma positivista y apologista oficial de otro tirano venezolano, Juan Vicente Gómez.
Hasta aquí lo que tiene que ver con el título del ensayo premiado y lo que anuncia. Que, a ojo, ocupa como mucho medio centenar de las 260 páginas del texto editado. El resto tiene menos que ver con la investigación rigurosa que supuestamente es el texto premiado y nos ha vendido la prensa, que para eso está, que con vagarosas elucubraciones, dignas de los más cutres seminarios de "Cultural Studies".
Aquí entronca la ambición central de este ensayo. Menos que en el establecimiento de los orígenes, filiación y condicionantes de una novela de encargo, Guerrero se ha empeñado en demostrar una tesis. No me parece mal: de tesis vivimos todos. Lo que sí me lo parece, en cambio, es que esta intención no sea explícitamente el concepto editorial de su libro; es decir, aquello que justifica su inscripción en el ámbito de recepción de la crítica. (Por cierto, aprovecho estas líneas para saludar sendas reseñas de Historia de un encargo publicadas en la prensa española: la de Mainer en El País y la de Adolfo Sotelo Vázquez en La Vanguardia. Sus autores han visto alguna de las trampas del trabajo de Guerrero).
Por último, lo primero. Por qué este ensayo es político, y además circunstancialmente. El lector –al menos el lector peninsular– no ignorará que, desde la primera llegada a La Moncloa de José Luis Rodríguez Zapatero, en España vivimos, muy a pesar nuestro, un proceso espurio de revisión de los traumas más sonados de la reciente historia de este país. En la anterior legislatura, el punto álgido de este proceso quedó plasmado en la adopción de una prescindible cuanto esperpéntica Ley de la Memoria Histórica. El ensayo de Guerrero calza como un guante en esta mano embadurnada de intenciones politiqueras, más que políticas.
¿Qué sentido atribuir, si no, a la tan repetitiva cuan cansina denuncia del franquismo de Cela? Cela fue muchas cosas a lo largo y ancho de su vida (aun, a ratos, un escritor genial), pero lo mismo cabría predicar al menos de dos docenas de escritores españoles a los que les tocó en suerte coincidir cronológicamente con el inquilino de El Pardo. Verbigracia, a Josep Pla. Se lo dejo a Guerrero, gratis et amore, para que lo vaya rumiando: por qué no otro ensayo dedicado a enfoncer des portes ouvertes donde se nos ilustre sobre el fascismo de Pla, quien, dicho sea de paso, es el mejor prosista del siglo XX en castellano y también en catalán.
Antes de concluir, no puedo dejar de romper una lanza a favor de Cela. Quién me ha visto y quién me ve: Cela nunca ha sido uno de mis autores predilectos (uno de los escasos puntos de disenso con mi padre, Juan Nuño, que lo veneraba por razones que nunca he compartido). La catira es infumable, cierto, como muchos otros títulos del más célebre nativo de Iria Flavia. Pero pienso que La familia de Pascual Duarte, La colmena, Oficio de difuntos (y paro aquí porque no quiero recargar más este barquito velero) merecen a su autor un trato menos oportunista que el que Guerrero le prodiga.
Según el autor, Cela albergaba la ambición de erigirse en el representante del "etnocentrismo poscolonial". No invento: en entrevista al diario venezolano Tal Cual publicada el pasado 8 de julio, nuestro mestizo de isóptero y múrido declara que el autor ocasional de La catira "asumió una actitud etnocéntrica colonial". Confieso que mis sinapsis se bloquean ante la yuxtaposición de tantos términos cultos y, por no saber, ni siquiera sé qué significa cada uno de ellos aisladamente.
Quiero recordarle a Guerrero estos hechos, aunque sé que los conoce de sobra. Lo que hace de mi empeño una inutilidad, claro está, pero también algo mucho peor: un reclamo, sin duda inútil. Pero resulta que no me vale que despache a Cela al infierno de las estrategias propagandísticas de la hispanidad franquista y la nueva identidad venezolana promovida por el régimen de Pérez Jiménez. Y no me vale, entre otras cosas, porque tanto las estrategias como el mentado infierno tienen múltiples rostros. Los tuvieron ayer, y hoy, como siempre empeora todo lo que es susceptible de empeorar, esos rostros son legión. Uno de ellos, precisamente, es el régimen rodríguez-zapaterista en España. Tengo para mí que Guerrero, conscientemente o no, se ha prestado con su libro a la enésima manipulación de la compleja, tortuosa y (mira por dónde) mestiza historia reciente de España orquestada por los afectos al régimen español de hoy.
Los hechos, también, son éstos. Cela, en los años inmediatamente posteriores a la publicación de La catira, instalado en Mallorca gracias a los churupos venezolanos, hizo dos cosas: crear los Papeles de Son Armadans, en 1956 (ojo: un año después de la primera edición de La catira) y organizar un encuentro literario en Pollensa, tres años más tarde. En los Papeles, los españoles condenados a sobrevivir a la censura previa del régimen franquista tuvieron la oportunidad, por lo general por primera vez, de leer a Gregorio Marañón, José María Moreno Galván, Carles Riba y Rafael Sánchez Ferlosio. Todos estos nombres estaban inscritos en el Index prohibitorum del régimen, y la mayoría lo son de españoles que se vieron obligados al exilio.
En cuanto al encuentro en Pollensa, organizado por el hórrido franquista y perezjimenista Cela, se desprendieron nada menos que los dos premios literarios responsables del llamado "boom latinoamericano": el Formentor y el Biblioteca Breve de Seix Barral, ambos patrocinados por Carlos Barral, que tuvo la inteligencia de reconocer en Cela a un luchador literario en tiempos sombríos y supo estar a la altura de sus ambiciones.
Y bien: ambos premios se inauguraron celebrando a autores latinoamericanos que encabezan la nómina de la mejor creación en nuestra lengua (no le empezca a Guerrero, pues sí: es nuestra lengua común): Jorge Luis Borges y Mario Vargas Llosa. Dicho en otras palabras: el hórrido franquista y "neocolonialista" Cela fue el responsable directo de la realización de esa utopía del cambio de marcha que Guerrero olvida que ya se produjo. Hace la friolera de medio siglo.
Lo siento: como el viejo Breton, que declaraba su intención de sacar un revolver ante quien pronunciara la palabra cultura, en estos tiempos nuestros de buenismo progre y neológicas denuncias del colonialismo de anteayer, me pongo al día. Y precisamente porque me pongo al día resulta que no, no saco un Stinger: ante un ensayo como éste, basta con sacar un spray de peróxido de hidrógeno. La vieja y casera agua oxigenada. Ante la impostura del supuesto desvelamiento de las claves de La catira, qué otra cosa se puede hacer, salvo teñirse el pelo de rubio.
Segura estoy de que a Gustavo Guerrero, que hasta ahora ostentaba la negra cabellera de los galanes hispanos, le sentará muy bien el platino iridiado e impostado por el agua oxigenada.
Salve.