La sanidad siempre se ha considerado como un bien de mérito, esto es, la curación favorece a una persona, pero ésta, al encontrarse sana, evita contagios y molestias múltiples a los próximos. Los hospitales vinculados con la Iglesia desempeñaron un papel muy destacado en ese sentido, y no digamos lo que supuso el descubrimiento de las vacunas. España envió niños de los hospicios a América, en relación con la proyección hacia aquellas poblaciones de ultramar de la protección contra la viruela. A partir de las Cortes de Cádiz surgió un triple papel del sector público en la política sanitaria. Los ayuntamientos, las diputaciones y el Estado pasaban a tener mandatos específicos.
Mientras tanto, en el mundo de los economistas había surgido la batalla del método. Frente al nominalismo que se derivaba de clásicos y neoclásicos, aparece el realismo de la Escuela Histórica, sobre todo vinculada a Berlín. Muchos de estos historicistas pasaron a integrarse, con Schmoller como presidente, en la Verein für Sozialpolitik, o sea, en el denominado socialismo de cátedra. En él se apoyó Bismark para desactivar el socialismo marxista, muy fuerte en Alemania, a pesar del revisionismo que nace en él, y que le había enseñado los dientes al Canciller de Hierro en la guerra francoalemana de 1870. Y la muestra de que algo nuevo había surgido lo tenemos en la creación del primero de los seguros sociales obligatorios: el de enfermedad, en 1883.
La línea germana, que pronto tuvo influencia en toda Europa –pensemos en la aparición del seguro de accidentes de trabajo en España, con Dato, en 1900–, tiene un contraste la británica. En el Reino Unido, a partir de Pitt el joven, y para financiar la guerra contra Napoleón, había nacido una clara personalización de la carga impositiva, lo que permitía una hacienda progresiva. Esto lo ratificaba en sus folletos la Fabian Society, órgano pensante del laborismo. Ahí está la base cuando Keynes y el Círculo de Cambridge crearon el ambiente, a partir de la Gran Depresión y dentro de la política bélica desde 1939, de fundar un Welfare State –Estado del Bienestar–, que dialécticamente contendía, como se escuchaba en la BBC, con el Warfare State, o Estado belicoso, alemán. Todo esto hizo que, cumpliendo un encargo oficial, Beveridge, el 20 de noviembre de 1942, presentase, en sendos libros blancos, una política de pleno empleo y otra de seguros sociales y servicios sociales obligatorios. Uno de éstos era el Servicio Nacional de Salud.
Que el clima era general lo vemos también en el caso de España. La Constitución de 1931, recogiendo un triple mensaje de la Comisión de Reformas Sociales –del partido conservador, del krausismo español y de los seguidores de la Doctrina Social de la Iglesia, expuesta en la encíclica de Leon XIII Rerum novarum–, formuló un amplio conjunto de seguros sociales, entre los que se encontraba el de enfermedad. En plena Guerra Civil, en el Fuero del Trabajo, que sirvió para eliminar la opción revolucionaria inserta en el nacionalsindicalismo, se planteaba nada menos que un seguro social obligatorio contra la tuberculosis, en emulación evidente de la italiana y fascista Carta del Lavoro.
A partir de ahí se deriva, con José Antonio Girón, en 1942, la aparición del Seguro Obligatorio de Enfermedad, dentro del cuadro de los seguros obligatorios vinculados a aquella creación del caudillo conservador Maura denominada Instituto Nacional de Previsión. Entra todo esto después en el camino de ampliación y consolidación que se debe al ministro Jesús Romeo, para concluir, ya tras la Transición, con el Servicio Nacional de Salud de Ernest Lluch, con una fuerte inspiración de Sabando.
A partir de ahí, el servicio se transfiere a las autonomías, con una consecuencia evidente de encarecimiento, y de inmediato surgen un conjunto importante de problemas, por la pérdida de las economías de escala, el envejecimiento –siempre encarecedor– de la población, la incorporación de 4 a 5 millones de inmigrantes, el turismo sanitario, la caída de la natalidad, el auge –como expone brillantemente Segovia de Arana– de la medicina preventiva, la medicina defensiva –ante la posibilidad de reclamaciones judiciales por parte de los pacientes–, la desaparición del monopolio de compra que tenía el modelo Lluch-Sabando y el cumplimiento de lo que Azorín, en los años treinta, señaló como el sueño de un obrero: poseer, como los ricos, en su casa, una enorme cantidad de medicinas, que vanamente se intenta frenar con el denominado copago, por lo que nuestro gasto farmacéutico es un 40% superior al del Reino Unido, Dinamarca o Bélgica. Como señala Fedea, en 2006 un español acudía al médico ocho veces más al año que el promedio de la UE 15, y una de cada tres visitas no resultaba necesaria, desde el punto de vista terapéutico. Más de 80 millones de visitas anuales podrían evitarse y canalizarse a vías asistenciales de menor coste y eficacia equivalente. Añádase que, para obviar el encarecimiento que surge por todo lo dicho, más de una vez se ha procurado reducir los salarios del personal, por lo que ha surgido la emigración de profesionales del sector al extranjero al sistema privado.
Finalmente, no debe dejar de anotarse que en este 2013, en una encuesta del CIS, el 50% de los encuestados pedía la devolución de la competencia en sanidad de las autonomías a la Administración central, al Sistema Nacional de Salud.