La mejor definición de demagogia probablemente sea la ofrecida por Pablo Iglesias a lo largo del debate de ayer, a cuenta de su actitud ante los medios de comunicación: "Los candidatos hacemos lo que nos pedís". Es decir, el candidato dice aquello que la gente quiere escuchar, hace aquello que la gente quiere verle hacer, promete aquello que la gente quiere que le sea prometido: todo cuanto sea necesario para alcanzar el poder. Si los ciudadanos reclaman la construcción de castillos en el aire, la cría estabulada de unicornios alados o la multiplicación de los panes y los peces, el candidato se compromete a lograrlo: lo que cuenta es captar su voto y asaltar con él las instituciones estatales.
Esto es, en esencia, lo que sucedió entre Pablo Iglesias y Albert Rivera en el debate que mantuvieron este domingo en Salvados. Durante la anterior campaña electoral, las dos fuerzas políticas emergentes habían adoptado la estrategia de la transversalidad: eran partidos atrapalotodo que, en consecuencia, aspiraban a pescar en todos los caladeros de voto. De ahí que se insistiera reiteradamente en la monserga de que ellos eran la "nueva política": nuevas formas, nuevos talantes, nuevas ideas y nuevas voluntades de acuerdo.
En la presente campaña, en cambio, los objetivos son distintos: Podemos aspira a fagocitar al PSOE y Ciudadanos intenta no ser fagocitado por el PP, de ahí que la vieja nueva política haya mutado en la nueva vieja política. Así, Podemos ha radicalizado su discurso y su tono izquierdista ("Podemos es la verdadera izquierda"), mientras que Ciudadanos ha radicalizado su discurso y su tono anti-Podemos ("Ciudadanos es la verdadera garantía contra el izquierdismo extremista y fracasado de Podemos"). El teatro electoral del 20-D ya no servía para capturar el voto el 26-J, y por eso la función se ha transformado por ambos lados sin la más mínima preocupación sobre incoherencias discursivas y programáticas: ora defendemos A, ora abrazamos No-A.
Así, el debate de Salvados se convirtió en una mera escenificación para convencer a los ya convencidos y para atraer a los indecisos dentro de aquellas coordenadas ideológicas que ambos ocultaron hace medio año. Ninguna propuesta de fondo ha sido debatida para que se reflexione críticamente sobre su conveniencia o factibilidad: la forma ha desplazado al fondo, pues a estas alturas de la película electoral el fondo les resulta menos relevante que nunca a los electores. Lo único importante es construir una narrativa sentimental que mueva a un votante irracionalmente fanatizado.
Por eso, por ejemplo, Pablo Iglesias ha podido prometer sin despeinarse que subiendo el Impuesto de Sucesiones recaudará 40.000 millones de euros (20 veces su recaudación actual); que derogando las reformas laborales de PSOE (2010) y PP (2012) acabará con la temporalidad (cuando la tasa de temporalidad en 2005 fue un 50% superior a la actual); que nos acercaremos fiscalmente a Europa derogando los copagos sanitarios, cuando los copagos sanitarios están absolutamente generalizados en Europa y, sobre todo, en los países nórdicos; que promoverá la demanda interna de los españoles subiéndoles masivamente los impuestos; que no aceptará la venta de armamento militar a Arabia Saudí, cuando el alcalde gaditano de Podemos ha apoyado explícitamente el contrato de Navantia con el régimen wahabita; o que defenderá la educación pública erradicando progresivamente la concertada y sin una paralela rebaja fiscal a los ciudadanos que les permita escoger en libertad.
Y por eso también Albert Rivera abusó improcedentemente de chascarrillos –como que los "cuentos chinos" rememoran la vinculación comunista de Podemos; o que referirse a una sociedad "madura" ilustra un subconsciente lapsus bolivariano de Iglesias–, al tiempo que descuidó totalmente la explicación de por qué el programa de Podemos sería un desastre para España: por qué aumentar el salario mínimo genera desempleo y pobreza; por qué no hay forma de recaudar los más de 150.000 millones de euros anuales que Podemos promete recaudar sin machacar vilmente a impuestos a todos los ciudadanos; por qué un enfrentamiento frontal con Bruselas a propósito de los objetivos de déficit sólo generaría incertidumbre y estimularía una asfixiante fuga de capitales al estilo de Syriza; por qué la contrarreforma laboral que propone Podemos sólo incrementaría la temporalidad y el desempleo; por qué estimular la demanda interna sólo equivale a un burbujón a lo Plan E en lugar de un cambio de modelo sostenible protagonizado por los millones de empresarios españoles; o por qué extender la escuela pública a costa de desmantelar la concertada es sólo una forma para garantizarse el control del adoctrinamiento estatal de nuestros hijos en lugar de una educación adaptada a las necesidades de los estudiantes.
La crítica de fondo quedó desdibujada –por ambos lados– entre eslóganes que quedan vacíos al margen de un discurso ideológico estructurado: Venezuela, Irán, comunismo, PP, defensor de dictaduras, etc. La nueva política caricaturizándose a sí misma para mayor entusiasmo de la vieja política. La casta frotándose las manos ante la ruda exhibición de la neocasta. Quizá vaya siendo hora de darse cuenta de que la verdadera disyuntiva no se da entre nueva y vieja política, sino entre política y sociedad civil. Menos política y más sociedad civil debería ser lo que les exigiéramos a todos los políticos: más libertades individuales y menor dirigismo político-demagogo por parte del Estado.
En estas elecciones, claro, ni PP, ni PSOE, ni Ciudadanos ni Podemos ofrecen una verdadera regeneración y catarsis social frente a la burocracia gubernamental: todos pretenden consolidar el extraordinario poder del Estado a costa de la sociedad. Eso sí, Podemos ha manifestado abiertamente su intención de incrementar todavía más las prerrogativas y las potestades del Estado sobre la sociedad: esa amenaza política es la que ni quiso ponerse sobre el tapete ni combatirse ideológicamente durante en el debate. Y, por eso, el peor reproche que podrá dirigirle a Pablo Iglesias cualquier televidente tras la tertulia de Salvados es que mantuvo un tono crispado con Rivera: no que sus propuestas políticas sean, como lo son, liberticidas y pauperizadoras.