Pido el tercer café y sigo observando a las paseantes (a ellos apenas los percibo), que matan la tarde de domingo subiendo y bajando el Paseo de Gracia. No vivo, ni mucho menos, en las afueras, y sin embargo tengo que coger el coche para tomar un ristretto. Quienes deciden por nosotros consideran que el intercambio comercial lo carga el diablo, y hay que tenerlo jibarizado, artificialmente reducido como un bonsai. El crecimiento trae complejidad, y la complejidad trae falta de control. Nos quieren pequeñitos porque autoritarismo e idiotez van de la mano. De modo excepcional, unos cuantos bares permanecen abiertos en los alrededores de la Pedrera, imán de benditos turistas. Además de privarles de comprar, quizá sería excesivo dejarlos sin refresco.
Barcelona en domingo es una ciudad muerta y enterrada. No descarto que en algunos hogares sigan buscando la fava del tortell; tampoco descarto que no quede nada de puertas adentro. Nada. La persistencia en las prohibiciones, las limitaciones, los constreñimientos nos impiden aprovechar en condiciones la era libérrima. Nótese que el recelo reglamentista, que tantos negocios aborta, que tanto lucro cesante provoca, une en un hilo de continuidad autoritaria al franquismo, digamos, municipal, y a sus sucesores de la izquierda catalana y el nacionalismo (valga la redundancia), los más eminentes de los cuales encarnaron, por cierto, el franquismo municipal. Cercenar libertades les entusiasma; lo demás es mutante decorado.
Pero, ay, estas tardes sin estímulos sociales pueden aguzar el sentido crítico. En tesituras tales –mi vecino de columna no me dejará mentir– puedes acabar descubriendo las claves de todo. Cuanto más zombificado te desean, más te vienes arriba, más miccionas sobre sus cabezas, más abominas del puré de guisantes intelectual, más elaboras las felices ideas que cambiarán los tiempos.