Antaño, los grandes debates parlamentarios tenían tanto morbo que a menudo escandalizaban, habiendo preferido los cautos rebajar el vinazo de la pugnaz oratoria con agua, mucha agüita consensual. Entonces se hablaba mucho de consenso, pero, a poco que hagan memoria, recordarán mortales estocadas en el hemiciclo. Ahí está el juego sucio –guarro mejor– de González con Suárez. Crueldades que no necesitaba el sevillano para crecer como creció, dadas sus dotes persuasivas. Visto con distancia, no precisaba sacar tan a menudo del baúl a Mefistófeles. ¿Consenso? Será el de las cábalas leridanas del PSOE para fulminar al padre de la Transición bajo la especie de una fórmula gaullista, militar por supuesto. En fin, esas cosillas en las que Jordi Évole no abundará porque lo suyo es una broma, pero no lo es, pero sí lo es.
Un debate brutal destaca en el reciente pasado español. Josep Borrell, alzado a candidato presidencial tras unas primarias que ganó de calle (creo que con el ochenta por ciento), se enfrentaba a un señor repeinado cuyo bigote daba mucho juego a los tontos con balcones a la playa y columnas en prensa. Uno que se llamaba José María Aznar. De Borrell, superdotado con ingeniería aeronáutica, económicas e idiomas, esperaba la izquierda entera, así como una parte no desdeñable de la tradicional derecha cagueta, una sesión intelectual gore con humillación inclemente al joven inspector de Hacienda, un baño escocés de cuatro horas, una faena para no olvidar que el de la Puebla de Segur debía ultimar saliendo a hombros a la Carrera de San Jerónimo con las dos orejas y el rabo de la vaquilla. Pero ¡ay! Aznar resultó ser el torero: no perdonó un lucimiento, dio una tarde gloriosa, se sobró cuanto quiso y, prefigurando los postres de fusión, redujo, jíbaro inclemente, la cabeza de un Borrell que, en efecto, valía más que la mayoría de los presentes en la plaza.
Los que hoy, impermeables a la realidad y desconfiados de sus propios sentidos, exigen vehementes que regrese el consenso perdido han olvidado que la convivencia caballerosa y el fair play se agotaron con los pactos de la Moncloa. De los debates a cara de perro de los últimos años setenta, los primeros ochenta y los noventa todos, nada queda por lo visto en los archivos de sus cerebrines. Qué raro. A González y Aznar, cuando los prolegómenos del vuelco, les seguían en los bares, las barras en silencio. Consenso es lo de ahora, no se engañen. ¿O es que desean mayor complicidad? ¿Qué quieren? ¿Que no haya discusión? ¿Que Rajoy y Rubalcaba se den la lengua mientras Duran aplaude y Villalobos roba, cámara en mano, la exclusiva del romance? Los tiempos serán recios, que lo son. Pero pregúntense por qué a la audiencia le ha resbalado el último Debate sobre el Estado de la Nación: menos de la mitad de espectadores que el año pasado; 73.000 siguieron al presidente del Gobierno por la mañana. Cifras de teletienda. Y eso con el país en riesgo de fractura y casi un 26% de paro. Sin una mención, señorías, a la corrupción. Hay consenso social, sí, en torno a un punto: la desconexión entre el teatrín político y la vida real.