La sentencia del Tribunal Supremo en el caso Bono hay que acatarla, faltaría más. Como todas las sentencias. Dicha esta obviedad, en España existe libertad de expresión. Y si no existiera, habría que tomársela. Libertad que cubre, por ejemplo, la crítica a las decisiones de jueces y tribunales. En este asunto, son tantas las anomalías, tan grave el fondo que se dirimía y tan disparatadas las conclusiones extraídas por algunos implicados en la detención de un jubilado y un ama de casa por pertenecer al Partido Popular, que se hacen necesarias algunas puntualizaciones.
La base de la detención fue la adscripción al PP. Cuando el ex delegado del gobierno en Madrid, Constantino Méndez, prometió detenciones, el aparato policial se puso en marcha a partir de un impulso contaminado y antidemocrático. Se hurgó en las fotografías de los manifestantes próximos a Bono y pesó decisivamente, a la hora de practicar detenciones, la identificación de dos personas como militantes populares. El mecanismo funcionó, por tanto, al revés de lo que se espera de una investigación policial, incurriéndose además en un sesgo dictatorial, pues se convertía la militancia democrática en elemento sospechoso.
El Ministerio de Justicia se ha extralimitado. Al felicitarse públicamente por la sentencia, el departamento que debiera dar mayores muestras de respeto a la independencia del Poder Judicial ha lesionado la división de poderes. También ha confirmado sin lugar a dudas la parcialidad de su actuación. Y lo ha hecho obscenamente, sin percatarse siquiera del modo grosero en que se entromete en la labor de juzgar, se reivindica como parte, desautoriza a la Audiencia Nacional y coloca al Gobierno de todos los españoles en el espacio de los intereses de uno de sus partidos. Al ser este partido el que gobierna, esta actitud es puro autoritarismo.
El sentido de la sentencia se estira hasta la ilegalidad. El ex ministro Bono, que se inventó una agresión, el ex delegado del gobierno Méndez y otros socialistas, ante el tenor de la sentencia –que absuelve a unos policías, pero que no juzga la existencia de agresión ni la forma de gestionar la crisis–, extraen como conclusión inmediata que los jueces prevaricaron. Bono señala a tres jueces por sus nombres y apellidos y alude a presiones del PP que, por supuesto, no demuestra. Cualquiera comprende lo peregrino de suponer prevaricación a un juez sólo porque sus sentencias sean revocadas en instancias superiores. Esta concepción haría imposible que nadie influyente (por supuesto ningún partido político, pero, según esta lógica, tampoco el Gobierno) ejercitara acciones judiciales, pues los togados siempre se sentirían "presionados". Es más, al suponer a los jueces, sin pruebas, la conciencia de haber dictado una resolución injusta, es él quien podría incurrir en delito.