Se aproxima, por fin, el día de la muerte que, segura, se ha hecho esperar en exceso. Un gobierno que muere y un gobierno que nace, así son las cosas, porque la vida no termina con Zapatero y sus comparsas. En la vieja tradición monárquica, se solemnizaba el hecho con la proclamación de: "El Rey ha muerto, ¡Viva el Rey!". Con esa sencillez se dejaba constancia de que todos somos una anécdota temporal, por mucho que nos ufanemos en presentarnos como salvadores de la humanidad.
El óbito desencadena un proceso ineludible para que la vida ciudadana siga con la misma normalidad que la propia muerte. Unos lloran al finado, aquellos que han sentido en sus carnes o en sus bolsillos la pérdida del gobernante querido, y otros se abren a la esperanza de una vida mejor para los gobernados; al fin y a la postre, este es el fin al que debe tender todo gobierno, el bien de la comunidad.
El Derecho o, si quieren ustedes, las leyes, son las encargadas de regular esa sucesión de hombres y mujeres que desaparecen y que serán sustituidos por generaciones subsiguientes que, con sus vidas, seguirán manteniendo activa la propia comunidad. Y al igual que las leyes ordenan ese transcurrir entre las generaciones de individuos, son también las leyes las que regulan la sucesión de los sucesivos gobiernos de una nación.
Son de apreciar, sin embargo, notables diferencias entre la regulación de los sujetos privados y aquella aplicable cuando se trata de los protagonistas del Gobierno de la Nación. Aprecio hoy una diferencia que me atrevo a poner sobre la mesa para su consideración. Más aún cuando, con riesgo de confusión, se emplean términos idénticos para una y otra aplicación.
Del causante deriva para los causahabientes un derecho sucesorio –de patrimonio y de deudas– que se hará efectivo mediante la adjudicación de la herencia. También el gobierno entrante –causahabiente– será el adjudicatario de la herencia que resulte al momento del óbito del causante (prescindo de que unos lo reciben para sí y los otros para su correcta administración). Sin embargo, algo diferente ocurre en uno y otro caso: las leyes permiten a los herederos, en el primer caso, aceptar la herencia a beneficio de inventario, una protección para caso de que las deudas superen el valor del patrimonio; sin embargo, el señor Rajoy no va a tener esa posibilidad, siendo así que no conoce el patrimonio nacional que deja el causante y menos aún el importe de su débito. Cada día aparecen nuevas deudas, surgen dudas sobre los datos oficiales publicados, etc.
¿Cabría en la Constitución una cláusula como la aceptación de la herencia de gobierno, a beneficio de inventario? Es una broma, pero, al menos, al hacer el inventario quedaría patente lo que procedía del finado; más aún cuando, en sus últimos días, ha afirmado que "no es cierto que deje España al borde del abismo". Claro que no, la deja en el abismo.