La sociedad actual vive inmersa en un conjunto de contradicciones de las que es difícil prever cómo, cuándo y en qué dirección será la salida. Cada vez más, despreciamos las formas solemnes –de vestir, de hablar y de escribir–, prestando atención a lo accidental, olvidando lo que subyace a lo aparente: lo sustantivo.
Es justo lo contrario a lo que pretendió la revolución intelectual anclada en el mayo francés del 68, que abjuró de las formas pero mantuvo el interés por el fondo. Hoy, como están las cosas, J. P. Sartre, A. Camus, etc. habrían sido grandes desconocidos, completamente ignorados por los adalides sociales de nuestra época.
Ausentes de fondo, no resulta extraño el esperpento de pactos y consensos que, en ocasiones, por sus ingredientes, conformarían una mezcla explosiva. Pese a ello, provocan euforia y reclaman reconocimiento por su buen hacer, y hasta se proclama el mérito de facilitar una acción de gobierno aseverando que más vale un mal gobierno que la carencia de gobierno. El objetivo de pacto, per se, es un objetivo que encierra todos los peligros de una decisión, de un acuerdo irresponsable.
El período postelectoral que seguramente acaba de concluir, al menos en cuanto a los plazos procesales establecidos, ha sembrado el mapa político español de uniones, quizá efímeras pero de momento uniones, más cerca de los contubernios que de las obras humanas basadas en la racionalidad y en aquello que los clásicos no dudarían en denominar el orden natural de las cosas.
Pero lo que hay que juzgar, por lo visto, no es el fundamento del ensamblaje, y en qué medida se asegura la consecución de sus objetivos, sino el hecho mismo de haber llegado a un acuerdo; acuerdo en el cual suele estar presente la cuota de beneficio o de poder que se atribuye a cada uno de los artífices del mismo. Si me apuran, ni siquiera importa qué esperanza ofrece de futuro; sólo el hoy, y el proclamar que se ha llegado a un acuerdo, es lo que importa.
La cuestión no es de uso exclusivamente doméstico. También se da en la política internacional. ¿Qué importa, realmente, a la Asamblea General de las Naciones Unidas? Y, más cerca de casa, en Europa, ¿no llevamos muchos meses queriendo formalizar un acuerdo con la Grecia del presidente Tsipras? Cualquier gesto, cualquier documento que, aun fuera de plazo, llega a la Unión Europea, ¿no se recibe con júbilo, tratando de ver en él lo que no es, porque posibilita la culminación del ansiado acuerdo?
La diferencia entre los acuerdos para la formación de gobiernos autonómicos y municipales y el acuerdo con Grecia es significativa: los primeros son magnitudes futuribles y opinables en su credibilidad, sin embargo, el segundo es puramente técnico, donde lo que no puede ser no es. ¿Para qué darle más vueltas?
¿Alguien desea ser acreedor de un deudor que no le va a pagar? Busquen ustedes el acuerdo, ¡ya está próximo!