El fallecimiento de John McCain (1936-2018) cierra una etapa de la historia norteamericana. En realidad, lo que cierra es una manera de ser norteamericano que la crisis financiera, el populismo y las políticas de identidad han dejado definitivamente atrás. Y no para bien.
McCain nació en una familia que luchó en todas las guerras en las que participó su país desde su fundación. Como se esperaba de él, luchó como aviador naval en la Guerra de Vietnam y, al igual que toda su generación, no salió indemne de la experiencia. Fue apresado por los norvietnamitas, y al enterarse estos de que el prisionero procedía de una familia patricia, de grandes militares y servidores públicos, se le ofreció una salida. McCain se negó a aceptarla y ahí empezaron cinco años de encierro y de tortura. Firmó una confesión falsa y grabó otra que se emitió en el recinto donde estaba internado. Desde entonces, McCain llevó siempre a cuestas una sorda sensación de culpabilidad que acababa despuntando siempre en sus apariciones públicas y en la visión que tenía de su propia vida, también del divorcio de su primera mujer. Cuando compitió con él en las primarias republicanas de 2016, Trump, con su crueldad habitual, hurgó en la herida. "No me gustan –dijo de él– los que caen prisioneros", es decir los perdedores. El hecho es que ninguno de los norteamericanos que participaron en Vietnam alcanzó la Presidencia.
De su experiencia en la Guerra del Vietnam, McCain sacó también una aversión definitiva hacia la tortura. Criticó algunas de las políticas de la Administración Bush con los terroristas. Lo que Vietnam afianzó en su ánimo, en cambio, fue la convicción de la responsabilidad histórica de su país en la estabilidad del orden abierto instaurado en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial. McCain no era un belicista, pero sí fue partidario de la intervención norteamericana en Iraq. De hecho, criticó la falta de convicción con la que la Administración Bush se enfrentó a la ocupación de ese país y promovió un mayor compromiso que dio sus frutos a partir de enero de 2007. Nunca creyó en la supuesta buena voluntad de Putin, y cuando Bush anunció que había "mirado a los ojos" al líder ruso y que había visto una persona digna de confianza, McCain hizo saber que él también lo había hecho –lo de mirar a los ojos a Putin–, y que había visto tres letras: K, G y B. (McCain tenía una personalidad explosiva y no siempre supo contenerse).
McCain se enfrentó a Obama durante las elecciones presidenciales de 2008. Eran las peores circunstancias para un candidato republicano: en plena crisis financiera, con una guerra imposible de ganar como legado y en frente un demócrata joven y de color. También pesó en su campaña la presencia de Sarah Palin, con la que no consiguió mantener una buena relación y que representaba la ola populista que iba a anegar el republicanismo después de la segunda derrota del republicanismo moderado con Mitt Romney, en 2012.
Durante la Presidencia de Obama, McCain apuntó su posición crítica frente a la estrategia de liderazgo desde la retaguardia, posición que se acentuó con el aislacionismo propio de Trump, del que criticó el nacionalismo primario. Como el demócrata Joe Lieberman y los neoconservadores, tan desacreditados desde entonces, McCain no concebía que su país pudiera quedar al margen del liderazgo mundial.
A cambio, cuando los republicanos intentaron desmontar la ley de sanidad de la Administración Obama, McCain, que llevaba desde 1987 ocupando su escaño de senador por Arizona, se negó a respaldar la posición oficial de su partido. Y habiendo sido acusado de utilización ilegal de fondos durante los años 80, también contradijo a su partido al promover y conseguir la aprobación de una ley restrictiva, la McCain-Feingold, con la financiación privada de las campañas políticas. (Luego fue derogada por el Tribunal Supremo).
Con McCain desaparece de la escena norteamericana (sólo queda Joe Lieberman) una forma de hacer política basada en la búsqueda del consenso y del acuerdo, lo que los norteamericanos llaman "bipartidismo". Y desaparece sobre todo lo que pudo ser la renovación de esa misma forma de hacer política a partir de la crisis existencial que sacudió la sociedad –y la identidad– norteamericana en los años 70 y 80. Probablemente la solución que proponía McCain no era del todo satisfactoria, y así lo refleja la complejidad y el dramatismo del personaje, héroe atormentado a pesar de su optimismo y su incansable energía. Aun así, deja un legado del que se entenderá la relevancia cuando el populismo y las políticas de identidad, tan íntimamente unidos, empiecen a ceder. Si es que lo hacen.