Hace 19 años, el 1 de febrero de 2002, era asesinado Daniel Pearl, corresponsal jefe del Wall Street Journal en el Sudeste Asiático. Estaba investigando una pista que le podía ayudar a esclarecer los ataques del 11-S. Lo secuestraron en Karachi y unos días después lo degollaron. Descuartizaron el cuerpo, que acabó siendo repatriado a Estados Unidos. El asesinato fue grabado y difundido. Inmediatamente antes de la degollación, Pearl grabó un mensaje que desde entonces está presente en la conciencia del mundo civilizado:
Mi nombre es Daniel Pearl. Soy un judío norteamericano de Encino, California, Estados Unidos. Por el lado paterno mi familia es sionista. Mi padre es judío, mi madre es judía, yo soy judío.
Aquello dio lugar a un libro extraordinario, recopilado por Judea Pearl, el padre de Daniel, en el que un buen número de personalidades, de muy diversos campos profesionales y filiaciones políticas, se enfrentaban a lo que la frase afirma y a su contenido: el significado del judaísmo vivido como compromiso personal. Después del 11-S, parecía que lo hubiéramos visto todo, pero el asesinato de Daniel Pearl resultó particularmente terrible. Y aunque luego hemos asistido a atrocidades sin cuento, de una crueldad más bestial aún –si cabe–, el asesinato de Pearl, por las condiciones en las que ocurrió, la personalidad de la víctima y su extraordinaria declaración final, resumió como ningún otro la barbarie yihadista y su turbia raíz judeófoba. Tampoco lo han olvidado los periodistas y corresponsales, sobre los que recayó también la amenaza terrorista.
El principal acusado, el británico Omar Said Sheij, fue juzgado junto con otros tres cómplices y sentenciado a cadena perpetua. El asunto se complicó cuando un detenido en Guantánamo, el célebre Jalid Sheij Mohamed, confesó su protagonismo en el asesinato de Pearl. Omar Said Sheij, por su parte, fue el elemento clave que engañó a Pearl, lo atrajo hasta Karachi y organizó el secuestro, algo que ya había hecho con tres turistas británicos y un ciudadano norteamericano. El año pasado, un tribunal paquistaní rebajó la pena alegando el tiempo que llevaba ya en la cárcel. Hace pocos días el Tribunal Supremo del país refrendó la decisión y ha ordenado la puesta en libertad de los tres condenados. La familia de Pearl y un fiscal provincial han recurrido la decisión. El nuevo secretario de Estado norteamericano también la ha condenado y ha anunciado la presentación de una demanda de extradición.
Como otros terroristas –los de ETA, sin ir más lejos–, Omar Said Sheij no ha mostrado arrepentimiento por aquel acto del que Jalid Sheij Mohamed se jactó en público. Cometido en la estela del 11-S, fue un crimen destinado a promocionar la yihad y a reclutar terroristas. Lo ocurrido ahora planteará problemas para Pakistán, que ve cómo vuelven a salir a la luz sus largas y complicadas relaciones con el terrorismo yihadista cuando sus autoridades quieren normalizar la imagen del país y acabar con cualquier rastro de actividades terroristas. Sobre todo, nos devuelve a los momentos más dramáticos de la guerra que los terroristas islamistas declararon a las poblaciones de las democracias liberales, pero también a las de los países de mayoría musulmana.
Daniel Pearl permanece desde entonces como el símbolo de todas las víctimas de una tragedia que todavía no ha acabado. Lo hace, en parte, por su condición de judío, que él mismo subrayó en sus últimos momentos. Más aún que una reivindicación, aquello fue una forma de dar a entender que su muerte no dejaría de tener sentido, incluso en un mundo en el que se cometen aberraciones como la que padeció él. Aquel fue uno de esos hechos que nos hacen comprender lo que significa una filiación, la fidelidad a una tradición, la pertenencia a una nación que alumbró una forma de humanidad que nos sigue dignificando a todos.