La pauta empieza a repetirse por todo el mundo: un político patriota (otros dirán "nacionalista": les resulta difícil entender que alguien pueda querer a su país), atacado por los medios de comunicación y las clases intelectuales y académicas progresistas, deslegitimado por la oposición y acosado por vía judicial, consigue el respaldo del electorado y alcanza o sigue en el poder.
El caso se ha dado de nuevo en Israel, con la victoria de Benjamín Netanyahu en las elecciones del pasado día 2. Como es bien sabido, eran las terceras elecciones seguidas desde mayo de 2019, tras la retirada del Gobierno de Avigdor Lieberman, líder de Israel Beitenu –partido sionista y laico de derechas–, al no compartir este las concesiones que Netanyahu estaba dispuesto a hacer a sus socios haredíes. Se preveía por tanto un cierto cansancio del electorado, aburrido ante la perspectiva de acudir a las urnas una vez más en tan poco tiempo. Netanyahu parecía haber perdido el contacto con los electores que le ha llevado a conservar el poder desde 2009, y en las últimas elecciones, las de septiembre del año pasado, su partido había perdido cuatro escaños con respecto a las anteriores de abril. Y, además del ataque feroz del progresismo, interno e internacional –en particular estadounidense–, se enfrenta a cuatro procesos de corrupción, alguno de los cuales se iniciará ante el Tribunal Supremo israelí este mismo mes de marzo.
El caso es que el electorado, como ha ocurrido en otros casos de repetición de elecciones, no ha demostrado el menor cansancio. La participación alcanzó el 71,51, un 1.7% más que en las elecciones previas. Se deduce que las cuestiones que se dirimen en esos comicios interesan de verdad a la opinión pública, y no constituyen sólo, como tantas veces se suele decir, un problema interno de la clase política.
La gran sorpresa ha venido por otro lado. Y es que el Likud no sólo no ha decaído: ha aumentado su representación en cuatro escaños, lo que constituye una victoria importante en vista del ataque al que ha venido siendo sometido. Hay líderes que se crecen en la adversidad, y la opinión pública no siempre castiga la ambición y la claridad de las propuestas. Al contrario.
Tampoco es irrelevante lo ocurrido con sus rivales. Azul y Blanco, la coalición que comparte buena parte de las posiciones del Likud, aunque aspira a situarse un poco más en el centro (liderado, eso sí, por el exjefe del Estado Mayor Benny Gantz), ha repetido resultados. Liebermann, en cierto modo responsable de todo este folletín electoral, paga un cierto precio y pierde un escaño. Sube, en cambio, con dos representantes más, la Lista Conjunta, coalición que aspira a representar a los árabes israelíes y que alcanza los 15 diputados, dos más. Su líder, el abogado Aymán Odeh, ha sabido comprender y sacar provecho de la oportunidad que se le ha concedido. Si, como podría ocurrir, el Likud y Azul y Blanco conforman la base de una nueva coalición, la Lista Conjunta se convertiría en el principal partido de oposición, en lugar de la izquierda, compuesta por el antes glorioso Partido Laborista en coalición con otros partidos, que cae cuatro escaños y se queda en siete. Está claro que la oposición a Netanyahu está exhausta.
Como siempre en la política israelí, la situación no es sencilla. A pesar de su éxito, Netanyahu y una posible coalición de derechas no consigue la mayoría absoluta, por lo que se abre un nuevo período de negociaciones para la formación de Gobierno. Y sigue la amenaza de los procesos, aunque una parte de la opinión pública los ha entendido como acoso por parte de unos jueces de querencia activista que no se resignan a su función de aplicadores de las leyes.
La victoria de Netanyahu, y su capacidad de resistencia en condiciones tan adversas como las de estos últimos tiempos, se debe en primer lugar al consenso conservador que existe en la sociedad israelí en torno a la seguridad. En momentos de alta turbulencia, con el rearme de Hezbolá en el sur del Líbano, una guerra civil e internacional en Siria, país fronterizo, y la incansable actividad terrorista en Gaza, la cuestión es vital en Israel y siempre tendrá ventaja quien sepa ofrecer garantías. La segunda baza de Netanyahu era, y es, el éxito de la economía israelí, que además ha situado al país entre los países de vanguardia en todo el mundo.
Y una clave que se suele olvidar es la raíz del hundimiento de la izquierda. Lo explica su empeño en quedar relacionada con un proceso de paz fracasado, con la consiguiente desconfianza suscitada en la opinión pública, que ve cómo los posibles socios de una futura pacificación no tienen la menor intención de dejar de lado la violencia. (No habrá sido irrelevante, en este punto, la posición de Bernie Sanders, que puede llegar a ser el primer judío que alcance la Casa Blanca, y el candidato más antiisraelí que se recuerda).
Sobre todo, en Israel se ha producido un cambio cultural profundo, que ha llevado a la izquierda a perder el control de la vida cultural, que se mueve ya en unos parámetros distintos a los heredados de la socialdemocracia europea, tan característica de la clase política e intelectual laborista. Este cambio social y cultural es propio de la sociedad israelí, pero no es del todo ajeno a lo que está ocurriendo en otras sociedades.