Una columna de Bret Stephens en el Wall Street Journal recordaba hace pocos días una realidad un poco incómoda. Cuando los muertos en Gaza se recuentan minuciosamente, pocos se han acordado de los muertos que ha causado Pakistán en Waziristán del Norte, de las 1.800 personas muertas en Siria en el mes de julio o de las 1.600 fallecidas en Irak en ese mismo tiempo. Está bien, dice Stephens, que se sea más exigente con un Estado democrático como Israel, pero –se pregunta– ¿no hay una dosis de racismo antimusulmán en el hecho de considerar que sólo son importantes los muertos (musulmanes) que se pueden utilizar contra Israel? ¿Acaso los demás no importan?
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Esta pregunta tiene poco que ver con una de las grandes novedades de este mes de agosto, que es la vuelta del Ejército norteamericano a Irak, para bombardear las posiciones de un Estado Islámico en plena expansión territorial. Obama ha anunciado que no va a ser una operación breve, lo que significa un compromiso firme y estable, y su Administración ha conseguido que también intervengan al menos Francia y Gran Bretaña, un asunto clave en la estrategia internacional de la Presidencia de Estados Unidos.
Se equivocará quien piense que esta intervención es una rectificación de la política de retirada de Oriente Medio. Obama llegó a la Casa Blanca con la promesa de sacar a su país de las guerras en la zona. La ha cumplido y no la va traicionarla ahora. Podemos estar seguros de que no habrá intervención terrestre, ni –como ha dicho el propio Obama– el Ejército norteamericano va a servir de Fuerza Aérea a Bagdad.
Los motivos de la intervención deben ser puestos en relación, primero, con la brutalidad demostrada por los terroristas del EI. El exterminio que el ejército terrorista está practicando sobre las poblaciones cristianas y yazidíes de la zona, obligadas a huir a cualquier precio, obliga a intervenir a un presidente que hizo de la empatía, o de la compasión, una de las claves morales y políticas de su mandato. Lo humanitario se combina aquí con lo militar. No parece que esto sea discutible, ni siquiera si se recuerdan otras abstenciones previas de la Administración Obama. Es verdad, por ejemplo, que Bashar al Asad utilizó armas químicas sin que Estados Unidos interviniera en la guerra de Siria. También lo es que las negociaciones emprendidas desde entonces han conseguido reducir ese arsenal.
Está, por otra parte, la necesidad de proteger y ayudar a los kurdos. Su territorio, al norte de Irak, es uno de los muy escasos en la zona en los que se practica la tolerancia religiosa y se le deja a cada uno que rece al Dios que quiera, si es que quiere rezar a alguno. Los peshmergas, que parecían imbatibles, han sufrido varias derrotas a cargo del EI y Michael Rubin ha atribuido esta nueva situación a la corrupción, una de las grandes características de la zona, que también estaría afectando a los dirigentes kurdos. Nadie, tampoco Estados Unidos, se puede permitir que quede desestabilizada este territorio crucial.
En cuanto a la relación con el Gobierno iraquí –y, más allá, con los chiitas, incluido Irán–, Obama ha resistido hasta ahora las peticiones de intervención. Inclinar la balanza a favor de los chiíes puede ayudar a parar momentáneamente al EI, pero también puede provocar –y seguramente provocará– una reacción de los sunitas. Sea lo que sea, la decisión de que Estados Unidos intervenga, aunque sea de forma muy limitada, ha ido seguida del encargo de formar Gobierno a Haider al Abadi, del mismo partido que Nuri al Maliki, pero que –si este lo consiente– intentará integrar a representantes del conjunto del espectro político, a diferencia de lo que hizo su predecesor.
Y está también la necesidad de proteger al personal norteamericano en Bagdad, que a estas alturas es casi todo lo que empieza a quedar de lo que una vez fue Irak.
Nada de todo esto contradice la gran estrategia de Obama, basada en la convicción de que Estados Unidos debe olvidar cualquier aspiración a imponer cambios a la fuerza y sin contar desde el principio con los propios protagonistas. No hay, como ha dicho Obama, una solución norteamericana militar a los problemas de Oriente Medio. Es seguro que en la decisión de marcharse de Irak pesaron muchas consideraciones, pero también está entre ellas la seguridad de que la presencia de Estados Unidos en el país no iba a solucionar nada, y tal vez empeoraría las cosas. Por eso la decisión de volver a intervenir ha debido de ser extremadamente difícil.
Dos experiencias recientes habrán corroborado a Obama en su análisis previo. La primera es la relación que ha establecido el Gobierno israelí con el del general al Sisi en Egipto. Un reportaje publicado hace pocos días revelaba hasta qué punto los norteamericanos se han sentido cortocircuitados por unos interlocutores que no los tuvieron en cuenta… hasta que llegó la guerra en Gaza. La otra es lo ocurrido tras la intervención en Libia, cuando Estados Unidos, después de apoyar a las fuerzas europeas, se retiró, pensando que eran estas, es decir los europeos vecinos, los que tendrían algún interés en normalizar la situación. Como bien sabemos, no ha ocurrido así. Una forma de interpretar la política exterior norteamericana en el Gran Oriente Medio es comprender hasta qué punto Obama está pidiendo a los protagonistas y a quienes tienen intereses en la zona que asuman sus propias responsabilidades.
Cuando a alguien le parezca que le hierve la sangre ante las atrocidades que se están cometiendo y sienta la tentación de pedir que intervenga la "comunidad internacional" o "Estados Unidos" –que viene a ser o mismo–, no estaría mal que sustituyera últimas palabras por otras: "Ejército español", por ejemplo; o chileno, o brasileño, o francés, según corresponda. (Tampoco estará de más recordar los 6.717 soldados norteamericanos muertos en Irak y en Afganistán).
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