La ofensiva del Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL) y el riesgo de fragmentación han convertido otra vez Irak en una pesadilla total; en particular para Obama y su Administración. Al mismo tiempo, la situación le da al presidente norteamericano la ocasión de dar una nueva vuelta de tuerca en la realización de su gran estrategia de redefinición de los objetivos y los medios de la política exterior de su país.
Obama llegó a la Casa Blanca con la promesa de sacar a Estados Unidos de los conflictos bélicos en los que estaba implicado. Su presidencia consiste muy fundamentalmente en eso, y, como es lógico, Obama ha repetido su promesa una y otra vez. La última en su discurso en la Academia Militar de West Point, cuando defendió la contención, palabra de moda en Washington, y un liderazgo mundial pacífico y multilateral.
No resulta por tanto descaminado considerar que la ofensiva del EIIL es, al menos en parte, una de las consecuencias de una política que ha llevado a Estados Unidos a retirarse de Irak (Al Maliki aceleró el proceso al negarse a garantizar la inmunidad de las tropas norteamericanas), de Afganistán, y a no intervenir en Siria (ni siquiera cuando se cruzaron las famosas "líneas rojas") ni en Ucrania. Habrá quien adopte una posición muy crítica hacia Obama, y habrá quien lo vea como una consecuencia inevitable de una política acertada en sus fundamentos y sus objetivos.
Hay que descartar, en consecuencia y a priori, cualquier intervención directa de las tropas norteamericanas en territorio iraquí.
Quedan por ver cuáles serían las posibles formas en las que Estados Unidos intentaría ayudar a poner algo de orden en la zona. La victoria del EIIL traería aparejada la creación de una zona dominada por los suníes más extremos en el centro de Oriente Medio, posiblemente el desmembramiento de Irak y, a partir de ahí, una oleada islamista que podría acabar con las frágiles estructuras estatales de diversas naciones de mayoría musulmana.
Para evitar este escenario imposible de asumir, una de las opciones que se estudian es la de profundizar las relaciones con Irán, ya renovadas con ocasión del acuerdo sobre el programa nuclear de noviembre de 2013. Se trataría de equilibrar la ofensiva del partido suní mediante alguna clase de pacto con un país que puede ejercer influencia en el gobierno de Bagdad. El gobierno iraní ya está utilizando sus propias fuerzas, la llamada Quds Force (Fuerza de Jerusalén, en farsi), las fuerzas de choque de la Guardia Revolucionaria, para detener a los islamistas suníes de EIIL. Estados Unidos estaría ya negociando para que sus fuerzas aéreas actúen en coordinación con la Quds Force, antigua bestia negra del Ejército norteamericano.
Que el Ejército norteamericano pueda llegar a servir de apoyo a la fuerza de choque de un régimen que considera a los Estados Unidos el Gran Satán es una de las grandes ironías de esta historia. No lo sería menos que Estados Unidos contribuyera a instalar en Bagdad una especie de virreinato de Teherán, después de haber perdido 4.489 vidas norteamericanas, y miles de millones de dólares, en intentar construir un régimen mínimamente democrático en Irak. También estaría apoyando, aunque fuera indirectamente, a Bashar al Asad, que cuenta con grandes amigos en Teherán. Y tal vez estaría contribuyendo a crear una gran zona de dominación chiita desde la frontera de Afganistán hasta el Mediterráneo.
Como se deduce de lo anterior, uno de los riesgos de esta estrategia es incendiar aún más la oposición suní y reforzar el apoyo interno y externo –en particular de algunos de los países del Golfo– a fuerzas como el EIIL.
Una posibilidad que se ha planteado desde las páginas del Wall Street Journal consiste en ofrecer apoyo a las fuerzas gubernamentales iraquíes en su lucha contra el EIIL sin por ello colaborar con Irak. Para salvar a Irak de los terroristas suníes y de Irán –todo al mismo tiempo–, Estados Unidos debería restaurar los operativos de inteligencia iraquí, enviar ayudantes y asesores y emplear la fuerza aérea, y, en determinados casos, las fuerzas especiales de seguridad antiterrorista. Esto requeriría la vuelta de algunos operativos norteamericanos a Irak, más allá de los que ya están decididos para defender la embajada norteamericana. Iría condicionado a un cambio en la política antisunita de Al Maliki, considerado como responsable, en parte no pequeña, de la situación. Una propuesta como esta exige un compromiso activo del Ejército norteamericano y, de ser aplicada, necesitaría un trabajo considerable de explicación para que la opinión pública norteamericana no la entendiera como una vuelta a la situación de antes de la salida de Irak.
Otra idea es que Estados Unidos no tiene nada que hacer en Irak, salvo perder vidas, dinero y margen de maniobra. Como es natural, esta posición viene respaldada por una crítica, a veces muy dura, de las posiciones que llevaron a Estados Unidos a intervenir en Irak en 2003: es esta intervención, y no la retirada, lo que estaría en el origen último de la actual situación.
Hay que reconocer que este diagnóstico apunta a algunos hechos nuevos. Uno de ellos es el nuevo reparto de la producción de energía, con unos Estados Unidos cada vez menos dependientes de la energía de Oriente Medio gracias a la revolución del fracking. Estados Unidos produce 2,5 millones de barriles de crudo al día de los 2,6 millones de barriles en que ha aumentado la producción mundial desde 2010.
Otro hecho es que la retirada de Estados Unidos responde a una realidad más profunda, como es la de un mundo que se está desoccidentalizando a toda velocidad. Ante eso, ni siquiera una potencia tan poderosa como Estados Unidos puede aspirar a controlar el conjunto de la realidad. Volvemos por tanto al principio y no sabemos muy bien cuál es el dato primero: si la estrategia de Obama o un mundo que requiere una forma de liderazgo que está por inventar. (Ni que decir tiene que hoy por hoy nadie sabe lo que tendría que hacer Obama).
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