Ciudadanos tenía el viento de cola, lo que en España se traduce en el beneplácito del gran empresariado, el favor de Prisa y el sobe de Pablo Motos. Y ni por ésas. Acaso fiado al "peor es meneallo", Albert Rivera optó por una campaña monocorde, anodina y frívola. La imagen que mejor sintetiza la propuesta de C's es esa piña que sus dirigentes gustaban de formar al término de cada mitin, haciendo de la política un foro de vendedores tupperware.
Ciudadanos fue, en su origen, una osadía intelectual, la respuesta de un puñado de hombres libres al yugo nacionalista. En su ideario se entreveía, antes que el melindro de la Segunda Transición, la vigorosa Tercera España. En otras palabras: la urgencia histórica de Ciudadanos nada tenía que ver con el contrato único, que a mí, como diría Umbral, me importa muy poco.
La forma en que Rivera orilló la cuestión catalana (al punto de decir que "entendía" a los independentistas, a todos y cada uno de los dos millones de independentistas) o el modo como trató de unir su destino a la llamada nueva política (esa complicidad, ay, tan corporativista, tan de la vieja política) prefiguró la deriva de C's del centro a la equidistancia. Los escuálidos 5 diputados de Cataluña, cuando todas las encuestas, cuando menos un mes antes, apuntaban a C's como ganador en la comunidad, dan la medida de su insignificancia.
La comparecencia en televisión, cuando se empezó a tener noticia de la debacle, de José Manuel Villegas, arquitecto, junto con Fernando de Páramo y Fran Hervías, de la estrategia de Ciutadans, no dejó lugar a dudas. "Las nuevas fuerzas sumamos", dijo el vicesecretario del partido, hablando en nombre (también) de Podemos y haciendo buena la impresión de que Ciudadanos es, antes que piña, piñazo.