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José María Albert de Paco

La gente seria

Tal vez sea mejor que el museo del cómic no abra las puertas, y ocupe así un lugar de privilegio en el futuro museo de la melancolía.

Hubo un tiempo en que la agenda cultural barcelonesa admitía discusiones como la posibilidad de dedicar un museo al cómic. Entiéndanme, no es que la ciudad fuera un hervidero de sutilezas, pero el discurrir sobre el llamado Modelo Barcelona daba pie a alguna que otra iniciativa de la que no avergonzarse. El citado equipamiento tenía a favor la tradición local (Bruguera, La Cúpula, Norma, El Jueves... ) y en contra la mala reputación de los historietistas. Ésa venía a ser, en 1999, la impresión de Ferran Mascarell, a la sazón gerente del Instituto de Cultura de Barcelona. Así lo contaba en El País Ramón de España, cronista habitual del submundo de la historieta:

Según Ferran Mascarell, al que aburrí cordialmente con el tema el otro día, la culpa es nuestra, de los aficionados a los cómics, que no nos organizamos, no ofrecemos a las administraciones propuestas concretas y enviamos a parlamentar con los políticos a sujetos de escasa confianza. ¿Tendrá razón el gerente del ICUB y aspirante a regidor de cultura del Ayuntamiento?

Dieciséis años después, el museo del cómic sigue siendo una loable aspiración, un boceto espectral que, a fuerza de eternizarse en el papel, empieza a cobrar un aire legendario, como el nuevo Bernabéu, la conversión del Senado en cámara territorial o que construyeran un puente desde Valencia hasta Mallorca. Tanto es así que no cabe descartar que el museo y su ausencia formen parte de la urbe a la manera de un miembro fantasma. Como es costumbre en el lugar, el asunto ha vuelto a los papeles, si es que ha habido un solo día en que no los haya emborronado. En enero, el director del Salón del Cómic, Carles Santamaria, declaró que la Generalitat había "desencallado el tema", y que el museo se inauguraría en 2017. Hace unos días, no obstante, el consejero de Cultura, Ferran Mascarell, el mismo Ferran Mascarell que en 1999 le decía a De España que el problema era de los comiqueros, que no eran gente seria, abortaba de nuevo la operación:

Se necesitan entre 7 y 9 millones de euros, y no los tenemos; es tan sencillo como eso, me podría inventar otra forma de decirlo, pero no existen.

Desde que se gestara su imposibilidad, el museo habrá sido arrumbado por un socialista que todo lo podía a cambio de propuestas concretas, y por un convergente al que le faltan entre 7 y 9 millones de euros. Que el socialista y el convergente se llamen igual, Ferran Mascarell, sólo añade extravagancia a la afrenta. Tal vez sea mejor que el museo del cómic no abra las puertas, y ocupe así un lugar de privilegio en el futuro museo de la melancolía.

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