Desde los tiempos en que el mito regía las cosmogonías -antes del nacimiento de la ciencia política, incluso de toda ciencia, en el sentido moderno del término-, en los albores de la literatura occidental, ya encontramos en los bellísimos poemas de Hesíodo y de Homero, o en las inmortales tragedias griegas, la impronta de una profunda preocupación humana por la justicia.
Es evidente que la idea de justicia no es privativa de ninguna particular civilización, sociedad o cultura; al contrario, es algo universal. Lo mismo podemos decir de su ubicación en el tiempo. Decía San Agustín que el término justicia fue acuñado en tiempo inmemorial. De modo que podríamos afirmar con Hesíodo que el anhelo de justicia es natural en lo humano, le es inherente.
Con independencia de que reconozcamos la diversidad cultural y la historicidad de los valores éticos (no en vano el sentido original de la ética es costumbre, ethos), y que, consecuentemente, la probabilidad a priori de que el concepto de justicia no sea el mismo en las diferentes sociedades humanas, ni lo haya sido, incluso en las mismas, en su devenir histórico, no obstante, hay en la idea de justicia un sustrato común e inmanente: el concepto de justicia es un concepto esencialmente social, por definición.
Salvo desde el más radical solipsismo, no puede afirmarse que uno es justo o injusto consigo mismo. La idea de justicia entraña necesariamente la alteridad. No puede concebirse la idea de justicia si no es mediante la conciencia del otro, el reconocimiento de la alteridad. Es necesaria, digámoslo así, esa externalización de la conciencia. De manera que, en opinión de los más sabios, como Aristóteles, Cicerón y Tomás de Aquino,
la justicia no es una virtud absoluta y puramente individual; es relativa a un tercero, y esto es lo que hace que las más de las veces se la tenga por la más importante de las virtudes (…) La justicia no puede ser considerada como una simple parte de la virtud, es la virtud entera, del mismo modo que la injusticia no es parte del vicio, sino el vicio todo.
Precisamente por eso, la justicia no deja de ser un ideal; como tal, irrealizable. La maldad triunfa, siempre ha triunfado. Decía Mark Twain: "Yo no pregunto de qué raza es un hombre; basta con que sea humano. Nadie puede ser nada peor". La historia de la justicia es una historia de infamias. Al ser humano, en su anhelo de justicia, sólo le ha sido otorgado conocer la injusticia.
Nos ha tocado, de nuevo, paladear su amargo sabor. En esta ocasión el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha enmascarado con argumentos humanitarios el depravado rostro de la injusticia. No voy a entrar a analizar los más que discutibles -desde la estricta perspectiva jurídica- argumentos de la sentencia. Sólo quiero señalar que no puede haber justicia en una sentencia que ultraja a las víctimas y afrenta la razón.
Bajo el argumento de servir a la ley, el TEDH ha cometido una enorme injusticia. Se está convirtiendo en costumbre que las víctimas del delito sean triplemente agraviadas: por los autores, por los jueces y por los canallas que los aplauden. Cicerón lo advirtió:
En cuanto a la injusticia, ésta es de dos géneros, uno de los que hacen la injuria y otro de los que, pudiendo, no lo estorban…
Los jueces, cuya condición, aquí y en Pekín, es saber más que las leyes, no han sabido en esta ocasión, en la que verdaderamente se trataba no ya de eludir la aplicación de la ley -cosa en la que son fantásticos maestros torcedores de leyes, en opinión de Quevedo- sino de interpretarla, o, tal vez, no han querido, atender a la primera finalidad de la ley, que, según Cicerón, es estorbar la injusticia (porque en el fondo las leyes han nacido del miedo a la injusticia, como dijo Horacio); ni siquiera se han dejado guiar por la prudencia y seguir el consejo del eximio jurisconsulto, conforme al cual "es sabia máxima no hacer cosa alguna en que quepa la duda de si es o no justa, porque la duda trae consigo la sospecha de la injusticia". Por el contrario, han preferido otorgar a la injusticia rango de ley, a fuerza de repetirla, como dijo Bertolt Brecht.
El TEDH ha olvido lo esencial de la justicia, lo que, como hemos dicho antes, es inmanente al concepto de justicia: el otro. El TEDH se ha olvidado del otro, se ha olvidado de las víctimas de esa bestia asesina a la que ha amparado. El TEDH ha sido muy considerado con la asesina, a la que ha tratado con humanidad, en tanto que a las víctimas les ha negado la condición de personas, rebajándolas a número o, peor, a masa innominada. El TEDH ha olvidado que la función de los tribunales es la reparación de la injusticia y que, como dijo Aristóteles, es imposible obtener la justicia debida sin que haya alguien que realice un acto de justicia.
Carmelo Bella, José Calvo, Miguel Ángel Cornejo, Jesús María Freixes, Jesús Jiménez, Andrés José Fernández, José Joaquín García, Santiago Iglesias, Antonio Lancharro, Javier Esteban, Miguel Ángel de la Higuera y Juan Ignacio calvo y tantos otros que no nombro, no habrá justicia para vosotros. Hoy es un día triste para las personas decentes que aman la justicia; sólo nos quedará la memoria de vuestro sacrificio y el recuerdo de la infamia; la de los asesinos y la de los jueces. López Guerra, no te olvidaremos.