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José Luis Roldán

Mea culpa

Es machismo si la mujer se llama Susana o Valenciano o Pajín o Bibiana. Si se llama Cifuentes o Aguirre o Botella, estaremos hablando de sacrosanta libertad de expresión y de progreso.

Debo pedir disculpas a los indulgentes lectores a los que ofendió o, simplemente, desagradó el título de mi última columna. En ningún momento estuvo en mi ánimo atribuir a la palabra zorra un doble sentido. Advertí expresamente que no era esa mi intención; no obstante, lleva razón el lector que me recomendó haber evitado la expresión, precisamente por prestarse a equívocos. A ellos, mis disculpas. Y aunque lamento que mi torpeza sirviera, como la cola del perro de Alcibiades, para desviar la atención de lo fundamental, ello me llevó a algunas reflexiones que deseo compartir.

¿Dónde han de estar los límites? Para mí, sin duda, en el respeto a la persona. Es decir, a todo aquello que es inherente a la racionalidad humana, y que actúa, además, como frontera o límite de la libertad y los derechos del prójimo. O sea, aquello que nos diferencia de las bestias: la dignidad, la conciencia, la integridad, la libertad, etc. Ahora bien, lo que por naturaleza se debe a la persona no obliga, sin embargo, respecto al personaje (persona de distinción, calidad o representación en la vida pública, según el diccionario de la RAE). El personaje ha de ganarse el respeto; y será respetado aquél que merezca ser respetado. Así, la vida privada de la presidenta de la Junta me trae al pairo; sin embargo, como ciudadano que aspira a ser libre, considero que sus actitudes y aptitudes como personaje están sometidas -deben estar sometidas, por higiene democrática- al público escrutinio y a la crítica, por muy mordaz e irreverente que ésta sea.

Tal vez algunos lectores recuerden la revista La Codorniz y reconozcan el meritorio uso de la sátira y el sarcasmo como instrumentos contra las injusticias del poder y los abusos de los poderosos. Tal vez recuerden su cárcel de papel, esa justicia literaria que llegaba donde la justicia de los ropones genuflexos no alcanzaba. Sin ánimo de compararnos con la revista de Miguel Mihura, lo que sería una pretenciosa estupidez, seguimos, sin embargo, su ejemplo y usamos la ironía, el sarcasmo y la sátira para denunciar lo que los togados -salvo la honrosa excepción de la divina y ebúrnea Alaya- no persiguen. También, para endulzar con el humor la hiel de las congojas que a diario nos dispensan la ineptitud e iniquidad de un régimen sectario y excluyente. ¿Cómo, si no, podríamos convivir con tanto canalla y sobrellevar la desesperanza que la integridad nunca llega a aliviar?

Llevan razón, también, aquellos lectores que señalan mi falta de talento. Soy consciente. Ya me gustaría escribir, no como Quevedo, sino como cualquiera de los columnistas de LD, de los que me considero un humilde telonero. Con palabras de Gabriel Celaya podría decir de lo que escribo que no es un bello producto, sino un grito desesperado, un doloroso quejido. Lo he dicho en otras ocasiones, no es la lírica lo que me impulsa, sino la ética y, si quieren, el altruismo (precisamente, yo que me declaro misántropo, pues soy lo más parecido a ello: un ermitaño). Es la conciencia lo que me motiva, y el anhelo —no por mí, que, parafraseando a Lugones, me encuentro en ese estado en que nada se espera y el deseo abdica— de que los que vienen detrás puedan conocer otra Andalucía: una vida próspera sin tener que emigrar a tierras lejanas, trabajar sin que para ello deban afiliarse al PSOE o irse a Alemania, sentir la libertad sin cruzar Despeñaperros. Por eso escribo. Discúlpenme si ese canto que espacia lo que llevo dentro, en lugar de una dulce melodía, suena más como el pesado concierto de año nuevo, me refiero al que dan los niños con el tambor nuevo el día de reyes.

Luego están los otros, ni tan inocentes ni tan limpios como pretenden aparentar. Aludo a esos que se han escandalizado, atribuyendo un doble sentido a mis palabras y una intención que, insisto, no tenía. Esos que ponen enseguida el marchamo de machista, porque el objeto de la crítica sea una mujer. Claro, eso es machismo si la mujer se llama Susana o Valenciano o Pajín o Bibiana. Si se llama Cifuentes o Aguirre o Botella, es lícito hacer crueles chistes o llamarlas asesinas o, incluso, desearles la muerte, que entonces estaremos hablando de sacrosanta libertad de expresión y de progreso; y, por supuesto, ¿machismo?, para nada, para nada, como diría el cómico. A estos fariseos sectarios, a los que desprecio porque son sembradores de rencores, los invito a que lean las columnas de los de su secta, por ejemplo, a Wyoming o al portavoz del Gobierno andaluz —que pidió un bozal para el obispo de Córdoba— o a esos que llaman a Ana Botella "la analfabeta esposa de un asesino sicópata", y me dejen en paz, no escribo para ellos.

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