Vuelve cíclicamente, borgianamente -como vuelven las cifras de una fracción periódica; en oscura rotación pitagórica-, la inefable pareja, la sin par collerita de pájaros implumes, a ultrajar la ley, a agraviar la razón, a hollar la igualdad; en suma, a denigrar con sus actos a dos de los tres poderes del Estado; o sea, a miccionar sobre la ciudadanía y ciscarse en su soberana soberanía. Hablo del parlamentario andaluz Sánchez Gordillo y del magistrado del TSJA Miguel Pasquau, pareja de hechos, de hechos vergonzosos, a los que nos tienen ya casi acostumbrados.
A Sánchez Gordillo lo despoja de aderezos y perifollos Pedro de Tena en su columna del pasado lunes, como a Largo Caballero; no cabe decir más ni mejor, a ella remito al lector.
Respecto a Pasquau, lord protector del régimen y sus criaturas, añadiré, para quien no lo conozca, que fue aupado a la cúspide de la judicatura andaluza por obra y gracia -¡vaya gracia!- del que fuera primera cabeza de Andalucía, es decir, Chaves. Este sujeto, el juez, es uno de esos que los políticos ponen para que, llegado el caso, les tapen las vergüenzas. De momento, sólo en funciones de abogado defensor; si alguna vez aquí cambiara el gobierno, gobernara el PP, es un poner metafísico, entonces, puede que lo viéramos ejercer de encarnizado fiscal. Por ahora, no defrauda expectativas. Debutó echándole un capote al que fuera consejero de Justicia Luis Pizarro, preclaro filósofo de la escuela de Alcalá de los Gazules, que dijo aquello de "la verdad es decir lo que conviene en cada momento". Pizarro llamó matón de discoteca a Javier Arenas, y ahí estaba Pasquau para echar pelillos a la mar. Luego ha ido floreciendo, hasta el punto de ennoblecer el delito y al delincuente; obviamente, siempre que el delito se cometa en nombre de los sacrosantos ideales (léase intereses) de la izquierda, o el delincuente, perdón, quise decir filántropo, sea uno de su secta. Si creen que exagero lean los autos 7 y 13 de 2013, sobre las andanzas del "piquete Gordillo" en la huelga general, piezas que figuran por méritos propios en la historia de la infamia forense. Y más.
Pero, de todos modos, la cuestión trasciende a los sujetos. Ambos, cada uno en su negocio, representan cuando se enlazan en coyunda judicial lo peor de dos de las peores instituciones patrias: el aforamiento y el cuarto turno, o designación digital de los magistrados por parte de los políticos.
No creo que, aparte de los beneficiados, haya nadie hoy día que, desde la razón, defienda el aforamiento de los políticos en asuntos que vayan más allá de las manifestaciones proferidas en las cámaras en el ejercicio de la función parlamentaria. Esa que fue la razón de ser de la institución cuando surge el estado liberal, se ha convertido hoy en blindaje contra la justicia, en incentivo para la corrupción y en garantía de la impunidad. Y, por supuesto, en un atentado contra el elemental y natural derecho de igualdad ante la ley. La justicia, como dijo Cicerón, ha de ser igual para todos, porque de otro modo no sería justicia.
Por otra parte, la designación de magistrados por el poder político es una de las mayores aberraciones que pueden darse en un sistema democrático. Es una corrupción de la democracia; y una contradicción esencial. No puede haber democracia sin separación de poderes; y esta no se da cuando todos los poderes remiten en última instancia a las oligarquías partidarias. Ese es el mal primero y fundamental de este sistema nuestro al que nos excedemos llamando democracia.