Mi pasión por la literatura me condujo al güisqui. Para ser más exactos, mi admiración por William Faulkner y Juan Benet y sus epígonos, y mi curiosidad por lo desconocido, me llevaron a indagar la fuerza gravitatoria del güisqui sobre la literatura. Oí hace tiempo que se atribuía a W. Faulkner haber afirmado que ciertos escritores bebían para escribir, pero que ese no era su caso, él escribía para beber. Juan Benet, sin embargo, sostenía lo contrario. Es decir, que Faulkner necesitaba el estímulo del elixir de Kentucky para inspirarse, en tanto que él sí que escribía para beber. Pero, entiéndase, no en el sentido de buscar en la literatura la fuente de financiación del vicio –pues, como es sabido, Benet era ingeniero de caminos, ocupación que le proporcionaba ingresos suficientes como para tener su casa de Pisuerga llena de botellas vacías de Passport Scotch–, sino porque no concebía el ritual de la escritura si no era acompañado del güisqui; uno por folio, según confesaba. Para colmo, Benet tuvo la genialidad de descubrir –aunque no llegó a explotarlo comercialmente, como había previsto– el Whisky de Eleusis. Cuenta el relato mitológico que la reina de Eleusis ofreció una copa de vino a Deméter y que ésta la rechazó pidiendo, sin embargo, que le sirvieran una mezcla de cebada, agua y hierbas aromáticas. Ahí lo tienes, dijo Benet, el Whisky. El paso del rito de la vid al del grano. El whisky ya presente en los mitos fundacionales de nuestra civilización.
De modo que gracias a ellos conocí el agua de vida –que, según la Real Academia, es el significado de la expresión gaélica uisce beatha a la que remite la etimología de whisky–. Luego, después de una ardua y laboriosa investigación práctica, fijé mi gusto en el néctar de las tierras altas de Escocia. Lo que debo agradecer, también, a la literatura, en particular a la juez Mariana del Marco –hija de Güelbenzu, otro de la pandilla benetiana–, que me inició en los misterios del Macallan. Buena jueza, Mariana; seguro que la ebúrnea Alaya también bebe Macallan.
Digo esto porque hay momentos en que sólo el güisqui, con el fondo, a veces, del suave susurro de Purcell interpretando a Shakespeare, me contienen la náusea y alivian la conciencia del horror de saberse rehén de un tiempo y de una tierra enfermos, de los que no hay huida posible, sino el entrañamiento.
La vida en campaña electoral es uno de esos nauseabundos momentos. Es sabido que las campañas electorales en un país como el nuestro, donde el insulto, la descalificación y la demagogia populista ocupan el lugar del debate y la propuesta, y donde, además, ya todos nos conocemos hasta el empacho, amén de costosas, no sirven para nada. Bueno, corrijo, sólo para una cosa: para recordarnos que somos rehenes de un sistema, de un régimen: la partitocracia. Por la naturaleza de las cosas, la actualidad informativa se focaliza (por estúpido imperativo legal) en la actividad de los partidos políticos, poniendo de manifiesto algo que ya sabemos inevitable, pero que no resulta agradable que nos recuerden: que estamos gobernados por una casta de políticos estólidos y depravados que miran sólo por la conservación de sus privilegios.
Los partidos constituyentes de ese régimen (PSOE, PP, PNV, CIU y PC, pues no se olvide que IU no es sino la máscara amable del partido comunista), como las fieras más sanguinarias, una vez que han probado la sangre no se conforman ya con los despojos. Así, como hienas, pelean ferozmente por las tajadas haciéndonos creer que luchan por lo nuestro. ¡Qué asco! ¡Qué espectáculo atroz!
Ante eso, literatura y güisqui, bálsamos contra la podredumbre de la política; pasados los comicios, la casta infame volverá a lo suyo, es decir, al latrocinio y se olvidará, afortunadamente, de que existimos.