No es fácil considerar normal la abdicación de don Juan Carlos, pero el procedimiento forma parte de los recursos de la institución monárquica, y ahí reside una de las ventajas indiscutibles de la Corona. Tal vez lo peor de la medida sea que, en nuestra tradición histórica, se ha usado en situaciones claramente excepcionales, y eso no ayuda a que muchos españoles puedan sentirse tranquilos. Lo anormal está pues, o ha estado, en las circunstancias, y en este caso justo es reconocer que el Rey seguramente ha tratado de adelantarse a escenarios peores, con el costo adicional de que su gesto tal vez pudiere empeorar el panorama, no tanto en sí mismo cuanto por el empleo que algunos puedan hacer de él, y no me refiero a nada que no pueda ver cualquiera. En todo caso, la decisión de abdicar es soberana y nada indica que hayan sido sólo los temores la causa de una decisión tan grave.
La persona del Rey, que debiéramos distinguir claramente de la Institución, lleva tiempo sometido a un desgaste anormal, aunque también pueda decirse que ha aguantado más de lo ordinario en plenitud de facultades. Si recordamos algunos augurios interesados del comienzo de su reinado, Don Juan Carlos ha desmentido con largueza las profecías negativas sobre su persona y se ha ganado, durante muchos lustros, el aprecio casi indiscutido de los españoles. Episodios recientes, que están en la mente de todos, han ensombrecido una imagen pública excepcionalmente positiva, pero lo razonable es esperar que la narración sobre su reinado lo coloque a la cabeza de nuestros monarcas.
Todo esto es ya historia, y, sin embargo, la historia cambia con el tiempo, y el futuro ahora mismo previsible no figura entre los mejores argumentos a favor de un balance completamente positivo del reinado de Don Juan Carlos. Será lo que haga su hijo, el nuevo Rey, lo que califique definitivamente su reinado y lo que ilumine de manera completa el significado de esta abdicación.
No está mal que un nuevo Rey ayude a que se abra un nuevo período, pero nuestra democracia debiera tener su propia dinámica y sus reglas, al margen de las decisiones de la Corona. Cunde mucho el rumor de que pueda aprovecharse ese cambio en la cabeza de nuestras instituciones para facilitar operaciones constitucionales de dudosa legitimidad, y de más que dudosa conveniencia política. Cabe recordar que el nuevo Rey no podrá gozar de ninguna de las excepcionales prerrogativas que pudo utilizar don Juan Carlos I, y sería absurdo que se quisiera poner su función moderadora al servicio de iniciativas que no quepan en el marco constitucional vigente, o para tratar de modificarlo sustancialmente con tan escaso motivo. Nunca será lo que se haga responsabilidad del Rey, pero Don Felipe debiera estar atento a que no se instrumentalice su coronación para dar carta de legitimidad a lo que no pueda tenerlo. Si no se hiciere así, bien pudiera suceder que la abdicación de don Juan Carlos acabe siendo el preludio de algo tan extraordinario como escasamente conveniente para todos. Si, por el contrario, el cambio en la titularidad de la Corona sirve para que la democracia española ponga fin a muchas de sus carencias, la abdicación añadirá gloria a España y a sus reyes. Es de esperar que así sea.