O se suicida Tezanos o hace lo propio Michavila, pero los dos a la vez es evidente que no caben ya en este mundo. Segunda y no menos evidente conclusión: imposible de todas todas alumbrar nada parecido a un Gobierno estable que pudiese dar carpetazo de una vez al ya legendario Presupuesto interminable de Montoro. O sea, cuartas elecciones consecutivas dentro de un año, tal vez antes. Tercera evidencia insoslayable: Cataluña, su nacionalismo cerril, estéril y asilvestrado, ha devenido incapaz de construir nada, pero su exasperante capacidad para desquiciar al resto de los españoles, en cambio, se ha convertido en crónica. El resultado de ayer en las urnas de la Península toda se fraguó entre los contenedores de basura de Barcelona convertidos en barricadas flamígeras, mientras los semáforos del Ensanche ideado por el higienista Cerdá se derretían por el calor de las llamas al modo de las más delirantes estampas dalinianas. Su única pericia es desquiciar a España, a España con todas sus letras y con todas sus querencias ideológicas, que no sólo a la derecha española. Cataluña y su guerra civil larvada es una penitencia que los españoles, todos los españoles, tanto los que suspiran por la derecha como sus compatriotas de la izquierda, ya están hartos de seguir arrostrando con paciencia infinita.
Porque hasta su paciencia infinita tenía un límite, ese que la fanática ceguera de los catalanistas ha terminado de desbordar. Porque ahora mismo no hay españoles de derechas, por un lado, y españoles de izquierdas por otro. Tras el dictado de las urnas, lo único que hay son españoles, españoles a secas, que no aguantan las poses inanes y la retórica huera a propósito del principal problema de la nación. ¿A qué extrañarse, ante un estado de ánimo tal, de que Albert Rivera, que ha dedicado la campaña a confraternizar con el perrito faldero Lucas y a dar paseos en moto con los colegas, se haya visto arrasado, literalmente arrasado, por un Santiago Abascal que ha dado la vuelta a la Península prometiendo que él suprimirá la Generalitat de Torra y Puigdemont? La estampa de Barcelona en llamas, estampa después reproducida y multiplicada mil millones de veces, hasta el hastío, por todos los canales de televisión, lo ha decidido todo. Y quien mandó que Barcelona ardiera fue el Payés Errante con su Tsunami informático teledirigido desde la Plaza de San Jaime.
Quizá esté incurriendo yo mismo en esas teorías de la conspiración de las que tanto he alardeado de descreer, pero cuando el testaferro Torra y su amo decidieron apretar plantando fuego en las calles de la segunda capital de España, cuando decidieron que todo el mundo viese que el Estado sobrevive apedreado y acorralado en su ínsula Barataria, tenían que ser muy conscientes de las dos consecuencias inmediatas que podría provocar su orden. La primera, que Vox, sus expectativas electorales, se iba a disparar de inmediato. La segunda, que Ciudadanos, su obsesiva pieza a batir desde que Rivera irrumpió con tres diputados en el Parlament, resultaría el principal perjudicado de la expansión de los de Abascal. Sabían que eso iba a pasar y acaso no les desagrade que haya pasado. Pero no sólo las expectativas de Ciudadanos se quemaron en el asfalto de Barcelona aquella noche, el estancamiento súbito de un PSOE que parecía disparado hace únicamente un par de meses también viene del fuego purificador expandido por el Payés y su alucinado propio. La Barcelona insurrecta y bullanguera fue la tumba política de aquel Don Tancredo de Pontevedra y lo será más pronto que tarde, de hecho ya lo está siendo, de su sucesor. España, en fin, es definitivamente ingobernable a estas horas. Ni siquiera una reforma constitucional urgente del artículo 99 que desbloqueara la investidura de Sánchez podría garantizar la pervivencia de un Ejecutivo imposibilitado de aprobar nada en las Cortes. Vamos al desastre. Y por el camino, a las cuartas elecciones consecutivas.