Muchos de esos varones jóvenes africanos que ahora mismo están acampados al otro lado de la verja fronteriza de Melilla a la espera de que surja la próxima oportunidad de asaltarla de modo tumultuario proceden de Nigeria. Nigeria es el país más importante del continente en términos de población, con un censo de algo más de 160 millones de habitantes. Y también es el país de esa región que más se enriqueció con el gran incremento internacional de los precios de las materias primas que se produjo a partir del cambio de siglo. Un incremento de la riqueza nominal que, sin embargo, apenas ha llegado a la población. Por lo demás, Nigeria encarna el paradigma de eso que toda la vida se había llamado cleptocracia hasta que un par de economistas yanquis se inventaron lo de las élites extractivas, expresión mucho más pretenciosa y pedante para referirse a lo mismo y que, acaso por eso mismo, ha acabado haciendo fortuna entre los publicistas. Y es que antes de empezar a pensar en ningún Plan Marshall para África convendría leer lo que explica Francis Fukuyama en el segundo tomo de su última obra, el monumental Orden y decadencia de la política.
Pues ahí, y hablando de Nigeria, se relata la experiencia muy real y concreta de lo que no hace tanto tiempo le ocurrió a un empresario alemán que tuvo la mala idea de fundar una planta para procesar soja en el estado natal de su esposa, una mujer de nacionalidad nigeriana. Se suponía que con aquella iniciativa, la de la soja, todo el mundo saldría ganando. Ganarían los cultivadores locales de soja, que encontrarían salida para su producción. Ganarían los consumidores, que obtendrían el producto elaborado final a precios ventajosos. Ganarían los 200 empleados locales que contrató la compañía para poner en marcha el proyecto. Y ganaría, en fin, la clase dirigente local, que además de aumentar los ingresos fiscales de la región con los tributos de la nueva empresa habría sido premiada por los electores en las siguientes elecciones por su buen hacer. Bien, pues lo que ocurrió fue justo lo contrario: la empresa tuvo que ser desmantelada y sus instalaciones trasladadas a Alemania porque en Nigeria resultó imposible su viabilidad.
El propio empresario alemán lo relata con pelos y señales en el tratado de Fukuyama. Así, apenas tres meses después de iniciarse la producción, un funcionario se personó en la puerta de la fábrica para anunciarle que había transgredido medía docena de reglamentos legales al construir la planta. El asunto, no obstante, se podría arreglar si le transfería el 10% de la facturación mensual de la empresa a una cuenta bancaria en el extranjero. El empresario no sólo se negó sino que acudió a la policía a denunciarlo. Una mala idea. El jefe de la policía, informado del asunto, reclamó entonces su propia comisión a la empresa. Mientras tanto, un grupo de matones se entretuvo en destrozar con barras de hierro el coche de nuestro empresario. Un aviso a navegantes. Demasiado ruido. Tanto que la noticia llegó a oídos del mismísimo gobernador del estado, a quien le faltó tiempo para ponerse en contacto con el alemán a fin de ofrecerle su protección personal a cambio de una suma indeterminada a cobrar en dólares norteamericanos. Como el otro insistió en no pagar, las autoridades consideraron que lo más oportuno sería meterlo en la cárcel una buena temporada. Dicho y hecho. Luego, para poder salir libre, el alemán tuvo que pagar (por fin había entendido el mensaje principal) al gobernador, al jefe de policía, al alcalde y, por supuesto, al juez encargado de llevar su caso en los tribunales. Fin de la historia. Ahora, en Nigeria solo queda una planta fabril abandonada y en ruinas, amén del recuerdo de los 200 empleos decentes que desaparecieron para siempre con ella. ¿Un Plan Marshall para África? Mejor leer a Fukuyama.