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José García Domínguez

Tras la euforia vendrá la depresión

Si el PIB pone algo de su parte, tras la V vendrá la L, una caída en picado de la euforia identitaria para estabilizarse en una línea plana.

Si el PIB pone algo de su parte, tras la V vendrá la L, una caída en picado de la euforia identitaria para estabilizarse en una línea plana.

Exactamente igual que a su primo escocés, al secesionismo catalán le ocurre lo mismo que a cierto personaje literario de Tom Wolfe, uno que asoma en La izquierda exquisita. Aquel tipo trágico –de tan cómico– que siempre se apuntaba a la última moda en el instante preciso en que todo el mundo decidía abandonarla para siempre. El que pensó que nada había más in que los pantalones de campana justo en el momento en que se implantaron los tejanos ajustados; el que decidió recortarse las patillas la misma mañana que a John Lennon le dio por dejarse melena y barba; el que decidió hacerse hippie el día que apareció en escena el primer yuppie, y así todo. Como él, el catalanismo político ha entrado en el siglo XXI con el paso de la oca cambiado. Y es que, por mucho que hagan la V o el pino, la soberanía con la que fantasean ya no existe en parte alguna, empezando por la propia España. Como las máquinas de escribir, los discos de vinilo y las películas en blanco y negro, la soberanía nacional constituye a estas horas poco más que un herrumbroso recuerdo del siglo pasado. Apenas eso.

Por lo demás, y también al modo de su pariente escocés, la súbita eclosión escénica del independentismo, la virulencia de su crecimiento exponencial a partir de la mera marginalidad, no resulta en absoluto ajena, sino todo lo contrario, a la mutación europea de la Gran Recesión. Como en el 98, cuando la pérdida definitiva del imperio colonial, el derrumbe apocalíptico de la economía española es la variable oculta que explica lo estadísticamente inexplicable. Aunque, a diferencia de cuanto ocurre en el Reino (aún) Unido, la revuelta de los catalanes es un motín de los ricos, el sueño de una quimera más próxima a la Padania de la Liga Norte que a algo remotamente parecido a un movimiento de emancipación social.

Las catas demoscópicas de la propia Generalitat así lo corroboran. ¿O cómo interpretar, si no, que únicamente el 22,7% de quienes se autodefinen de clase baja se revelen entusiastas de la secesión? O que solo un muy pírrico 33% de los parados catalanes crea que la estelada es el ungüento amarillo que habrá de resolver su desazón vital. O que en el segmento de las personas sin estudios no pase del 25% la adhesión a la causa de Mas y Junqueras. O que, en fin, en el grupo de los castellanoparlantes locales la ruptura con el resto de España cuente con el rechazo expreso de nada menos que un 86% del total. La independencia, a lo que se ve, no es un lujo a su alcance. Si el PIB pone algo de su parte, tras la V vendrá la L, una caída en picado de la euforia identitaria para estabilizarse en una línea plana. Al tiempo.

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