Cuando quienes la ejercen son adultos que actúan como adultos, la política muchas veces, demasiadas, consiste en la ingrata disyuntiva que aboca a elegir entre dos males. Sin ir más lejos, es lo que va a pasar en Barcelona a partir de las ocho de la tarde del próximo domingo. Tras el fracaso tan inopinado, tan estrepitoso, tan frustrante, de la Operación Valls, nuestros electos en la plaza se verán apelados a optar entre el orgulloso testimonialismo inane que no conduce a ninguna parte y la concesión posibilista de ceder sus votos, unos votos con toda probabilidad decisivos, dada la endiablada fragmentación del consistorio, a un equipo de gobierno de nuevo encabezado por Colau. Es un escenario, ese ya tan seguro, con el que casi nadie contaba porque casi nadie entre los nuestros quería renunciar a ese mito tan viejo, tan complaciente y tal irreal, el de la Barcelona ciudad abierta, libertina y cosmopolita siempre confrontada con la Cataluña-aldea de los nacionalistas.
Pero esa Barcelona mítica, la ajena y hostil al obtuso reduccionismo narcisista de los catalanistas, no ha existido nunca fuera de nuestra imaginación, es una recreación literaria, otro sueño extraviado de juventud. Barcelona, pese a nuestras fantasías recurrentes, siempre ha sido un Sabadell con puerto de mar. Y nunca ha aspirado a otra cosa. El fracaso de Valls es el fracaso de ese mito novelesco compartido por tantos. Durante casi toda una vida, muchos barceloneses nos hemos engañado creyendo que habitábamos una ilustrada metrópolis europea que miraba con desdén, cuando no con abierto desprecio, a toda esa gente de comarcas que ocupaba la Generalitat con sus amenazantes ecos rústicos. Como si los hermanos Pasqual y Ernest Maragall no fueran parte de ese mismo mundo tribal que siempre supimos hostil, tal como se pudo comprobar una vez llegada la hora de la verdad, cuando todos tuvieron que enseñar sus cartas. Dejémonos de fantasías: si Barcelona ejerce en alguna medida de contrapeso al nacionalismo asfixiante que impera en el resto del territorio es por el insoslayable peso demográfico que representa en ella la población castellanohablante. Por eso y solo por eso.
Sin sus castellanohablantes, Barcelona sería igual que Vic o como cualquiera de esas rudas aldeas de Gerona donde el cura y el alcalde cuelgan una estelada gigante en el campanario de la iglesia. Resucitado el PSC en el antiguo Cinturón Rojo (y más tarde Naranja) cuando todos lo daban por muerto, la alcaldía de Barcelona se dirimirá el domingo entre tres de las cuatro listas socialdemócratas que se presentan por la demarcación, las de Colau, Maragall y Collboni. Los demás no cuentan. Así las cosas, nada podría resultar peor que Ernest Maragall, ese Leopoldo María Panero con dientes, ejerciendo de alcalde de la capital de la República Non Nata de Catalunya. Barcelona es el gran escaparate internacional de Cataluña. Un escaparate que en manos de la Esquerra se convertiría en una permanente barricada publicitaria contra España. Algo que urge evitar a toda costa. Durante los próximos cuatro años, el mal menor en Barcelona tendrá dos apellidos propios: Colau y Collboni. Es la hora de actuar como adultos.