Acaso la paradoja más chocante de esta nueva época caracterizada por la ubicua hipertrofia mediática que nos ha tocado estrenar, un tiempo en el que la información, la pseudoinformación, la desinformación y la simple propaganda ocupan la atención errática y volátil de las audiencias masivas durante 24 horas al día y de forma indiscriminada, es que la prensa resulta ser más poderosa que nunca antes en la Historia y, al mismo tiempo, también más impotente que nunca antes en la Historia. Más poderosa porque la tecnología facilita hoy llegar a públicos potenciales antes inalcanzables mediante inversiones relativamente económicas. Y más impotente porque la consecuencia última de esa súbita avalancha de nuevos canales, todos en principio susceptibles de alcanzar audiencias muy heterogéneas, ha consistido en justo lo contrario de lo que se pudiera esperar. Así, cuantos más medios, más fragmentación en burbujas comunicativas aisladas, monolíticas en lo ideológico y autorreferenciales. Hoy, un lector de periódico puede vivir alojado en una pequeña comunidad autista virtual que única y exclusivamente le haga llegar conocimientos sobre la realidad circundante a través del filtro doctrinal de su preferencia. Única y exclusivamente. Algo, el repliegue informativo absoluto de las comunidades que comparten idéntica adscripción política, que nunca antes había sido posible. Al punto de que los habitantes de una misma ciudad, también los de un mismo barrio, ya pueden vivir durante toda su existencia alojados en mónadas comunicativas independientes, superpuestas e inconexas, planetas distintos y distantes que, sin embargo, ocupan un mismo espacio físico en el mundo real.
A ese respecto, el conflicto catalán constituye ahora mismo un laboratorio sociológico de primer orden. Y ya hay estudios empíricos que certifican la evidencia estadística de la correlación entre los cambios de lealtades nacionales de una parte significativa de la población y la exposición cotidiana de esa misma parte de la población a los medios institucionales bajo control directo de la Generalitat. En el independentismo catalán, que no es para nada un nacionalismo cívico tal como le gusta presentarse a sí mismo, el factor explicativo clave, de sobra resulta sabido, es la lengua de uso habitual combinada con el origen geográfico de la familia paterna y materna. Esa es la variable fundamental de un particularismo esencialmente étnico, aunque no se quiera reconocer. Pero, tras la lengua, el formar parte en calidad de sujeto pasivo de la burbuja comunicativa alumbrada y teledirigida por la Administración regional, una flota cuyo buque insignia es TV3, supone el otro gran factor explicativo de la rápida transición hacia el separatismo en el sentimiento identitario de su audiencia. Hasta 2010, apenas el 20% de los catalanes se proclamaban independentistas, un porcentaje que, más o menos, había sido el mismo a lo largo de todo el siglo XX. Ese 20% creció de repente hasta el 30% en 2011. Y llegaría a alcanzar su nivel histórico máximo, un 45%, en 2012. A partir de ahí, ha ido bajando, si bien muy poco a poco.
Hoy, grosso modo, ronda el 40%, un nivel similar al de los que se muestran partidarios de la unión con el resto de España. Crecimiento exponencial, ahora estabilizado, que ilustra de modo paradigmático esa contradictoria combinación de fuerza e impotencia que caracteriza a los medios de comunicación en la era digital. Porque lo que las pesquisas estadísticas constatan es la gran capacidad de los medios bajo tutela de la Generalitat para influir en el rápido cambio de la lealtad nacional de la audiencia catalanohablante que constituye su público exclusivo. Y, a la vez, su absoluta y definitiva incapacitación para influir, ni siquiera lo más mínimo, en el resto de la población local, la que a su vez mora de forma exclusiva dentro de la otra burbuja mediática, la españolista integrada por los medios de alcance nacional con sede en Madrid. Algo, esa evidencia fáctica, que también viene a certificar la pareja inanidad práctica de todo el esfuerzo propagandístico que se viene haciendo desde los medios antinacionalistas. En un mundo de burbujas, lo que ocurra en la burbuja de al lado, simplemente, no existe. De todo lo cual solo cabe inferir una conclusión, a saber: hay que tomar TV3 al asalto. O cerrarla.