Andalucía es genuina la cuna de la historia del capitalismo español. En 1850, la segunda provincia más industrializada de España era Málaga, a poca distancia de la primera, Barcelona. Además de dos grandes industrias siderúrgicas que competían, y de igual a igual, con las emergentes del País Vasco, en Málaga había a mediados del siglo XIX trece fábricas de jabón, siete factorías de curtidos, seis de tejidos de seda, once de almidón, dos de cerveza, otras dos de salazones de pescado, un par de factorías de productos químicos, ocho compañías de producción de lino, una gran nave destinada a la fabricación de abanicos, cuatro talleres de albayade, otra gran empresa de sombreros, trece de pasta, una de refino de azúcar, amén de una gran fábrica de aserrar madera, decenas de alfarerías, una fábrica de botones y trece tejares, entre otras decenas de negocios de menor tamaño.
El paisaje industrial de Manchester no era por aquel entonces muy distinto al que se podía contemplar desde la Alhambra. Así las cosas, Andalucía parecía predestinada a constituirse en la vanguardia del desarrollo y la modernidad en España. Pero dos factores contingentes, la crítica carencia de mineral autóctono que sirviera de combustible para la siderurgia andaluza y la epidemia de filoxera que arruinó a los agricultores que constituían la demanda local de casi toda aquella producción emergente, terminaron extinguiendo aquel prometedor foco germinal de la Revolución Industrial en la península Ibérica.
Hoy, cerca de dos siglos después, otro rincón de la misma Andalucía, la provincia de Cádiz, presenta una tasa de paro estructural que es equiparable al que la ONU calcula que existe en la Franja de Gaza. Con la diferencia, para nada baladí, de que en Andalucía no ha estallado hasta la fecha una intifada. Algo que, nos guste o no reconocerlo, procede atribuir en gran medida a esas políticas clientelares y populistas que, además de perpetuar la cultura de la dependencia, la pobreza crónica y el voto cautivo, también han permitido que muchos andaluces de hoy, a diferencia de sus ancestros, no se hayan visto obligados a tener que votar con los pies. Y es que, nos guste o no reconocerlo, la sopa boba del asistencialismo subvencionado que se lleva practicando desde hace cuarenta años en el campo andaluz por parte del PSOE (con el asentimiento silente, nunca se olvide, del PP) es lo que ha permitido frenar la sangría demográfica de Andalucía fijando la población al territorio. ¿Sería posible acabar alguna vez, y desde la política, con eso que tanto se parece a una maldición histórica? Quizá no debiéramos hacernos demasiadas ilusiones al respecto. Otros territorios muy similares del sur de Europa, como el Alentejo portugués o el Mezzogiorno italiano, no lo han conseguido. Y tampoco hay demasiados visos de que lo vayan a lograr en el futuro mediato pese a las enormes transferencias de recursos públicos e inversiones en infraestructuras que, sobre todo en el caso italiano, esas demarcaciones deprimidas llevan recibiendo desde hace décadas.
En Europa, las regiones que perdieron el compás de la industrialización en su momento raramente han logrado después recuperar la distancia perdida. Entre otras razones porque, tal como le sucede hoy a Andalucía, las economías postindustriales y centradas en los servicios no consiguen incrementos de productividad tan grandes como los que generaba la industria en su época germinal (para llevar un restaurante de menús en el año 2018 hace falta el mismo número de camareros que hace cien años; el incremento de la productividad en ese sector ha sido cero a lo largo de un siglo). Sin industria, no hay despegue exponencial de la productividad. Y la era de la industria ya ha pasado. Y nunca volverá, al menos a España. El PSOE de los ERE, Susana, Chaves, Griñán y el resto de la tropa, es sabido, roba, prevarica y nepotea con insólita impunidad desde hace cuarenta años. Y con toda probabilidad seguirá haciéndolo durante otros cuatro años más. No se trata, por supuesto, de aceptar ese desolador estado de cosas con resignación. Pero acaso habría que ir olvidando de una vez esa fantasía tan recurrente, sobre todo en campaña electoral, la que quiere ver en Andalucía a la posible e inminente California de Europa.Aunque no nos sea grata, es la verdad.